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La mecánica del corazón de la Puerta del Sol: los centinelas del reloj

Abc.es 
Viven atados al tiempo. Cada semana, con el cuidado que su estrechez exige, suben los cuarenta y tres peldaños de la escalera de caracol que conduce al reloj de la Puerta del Sol. Jesús López-Terradas y los hermanos Pedro y Santiago Ortiz Rey, pertenecientes a la Relojería Losada , hacen el mismo camino desde que en 1997 ganaron el concurso público que les otorgó el título de relojeros de la Real Casa de Correos . Desde entonces, son veintiocho años los que llevan escuchando desde su torre, entre paredes de luz amarillenta, el leve sonar que delata el paso de los segundos. Suman casi tres décadas desde que sus manos sostienen la mecánica del corazón de la Puerta del Sol. «Somos relojeros, restauradores, reparadores», se describen. Su actividad es más frenética en estos últimos días, pero la realizan con la calma de quien lleva décadas efectuando la misma actividad. «Si hay una pequeña variación, se corrige y ya está. Eso no es problema», señala Jesús, despreocupado. A la sala que alberga el mecanismo del reloj, que habita en este lugar desde que Isabel II consintió que se pudiera instalar el 19 de noviembre de 1866 , solo suben ellos y, de forma ocasional, periodistas . Nadie más está autorizado, y el reloj pasa sus días bajo la mirada atenta de quienes lo cuidan, envejeciendo bajo sus caricias. Para Jesús, las claves de que el mecanismo de acero, latón y madera no haya sucumbido al irremediable paso del tiempo es la calidad, el mantenimiento y los constantes cuidados. El reloj desafía el pasar de los años y rehúye la modernidad, con un mecanismo que rechaza la introducción de arreglos modernos. «Tenemos el reloj en las mismas condiciones que cuando se montó en su origen», cuenta Jesús. Permanece congelado en otro siglo desde entonces, pero dando las horas cada nuevo amanecer. «Cuando se ha tenido un problema y ha habido que llevarlo a la tienda, se ha desmontado, se ha cogido y llevado. Allí se ha reparado y se ha traído. Pero es lógico que pase, una máquina que se tira veinte o treinta años trabajando noche y día , quieras que no, de vez en cuando necesita unos arreglos», recuerda. Sin embargo, sostiene que prácticamente no ha habido problemas. Sus engranajes brillan por la grasa aplicada en los últimos arreglos efectuados por los relojeros. Ellos, además de encargarse de su cuidado durante todo el año, también son los centinelas de que el tiempo pase como debe durante la noche en la que el año viejo da paso al nuevo. La madrugada del 31 de diciembre, el rugir de la plaza trepa por los ladrillos del edificio y se cuela en la cúpula. Cuando baja la bola se hace el silencio entre la muchedumbre, «y cuando da la última campanada se monta un escándalo de alegría, y eso aquí es una cosa muy bonita porque te alegras de que haya salido bien», cuenta Jesús. Presiones, ninguna, a pesar de que un solo segundo es suficiente para desencadenar un error. El relojero asegura que el fin de año sucede, por lo general, sin que a la mente acuda la posibilidad de que algo puede salir mal. Jesús, Pedro y Santiago pasan juntos la Nochevieja , sin la celebración habitual a la que la mayoría está acostumbrada. Se hacen compañía durante el comienzo de la velada y hace ya décadas que no se toman las uvas, ni siquiera después de las campanadas. No es la superstición, aunque hay quien dice que hacerlo a destiempo da mala suerte, sino la concentración la que hace que esta tradición no sea más que un mero recuerdo. «Estás aquí el día 31, pendiente del segundero para dejar caer la bola. Estás pendiente de eso, de lo otro, de las transmisiones, de todo eso. A mí me viene una uva y no tengo otra cosa que hacer», apunta Jesús con ironía. «Lo que estamos es de verdad pendientes des de que todo salga bien para que millones de personas se coman las uvas con tranquilidad y a gusto», sentencia. Con las espaldas encorvadas sobre el sistema en movimiento, cuyo soporte superior no deja estirar sus cuerpos, el único pensamiento que pasa por sus cabezas en esos segundos clave es que todo salga bien. Después, sus hombros pueden destensarse, decir adiós al reloj y dirigir de nuevo sus pasos por los 43 escalones que les llevarán a la salida. Saben —son años de experiencia— que «la Nochevieja es larga». Aunque les gustaría vivir este momento con sus familias, «hay que hacer este trabajo, hay que hacerlo y no darle más vueltas», dice Jesús, que siempre vuelve a su casa, con toda tranquilidad, para rodearse de los suyos. En el corazón de la Puerta del Sol, los engranajes no se detienen, y pasan la noche acompasando con su movimiento el clamor de un Madrid de fiesta . No cabe la mentira en el trabajo del relojero. Así lo sentencia Jesús, consciente de que las manecillas son tan visibles para todos como lo son para él. De este oficio y de su verdad se enamoró cuando era joven y aceptó este querer con la naturalidad del que ha vivido rodeado de figuras que comparten su pasión. Su bisabuelo, su abuelo, su padre, su tío y hasta su hermano, toda una familia entregada al paso del tiempo. «Como me crié en una relojería desde pequeñito, pues mi afición era ser relojero. Desde que empecé ha sido mi pasión y mi afición», admite. Sin embargo, nunca pensó que este podría ser su destino, aunque el paso de los años ha convertido el sentimiento de unicidad de acceder al reloj en una mera costumbre, una práctica habitual de su oficio. «Eso no nos quita que todos los años siempre tienes esa cosa tan bonita de escuchar el ruido», cuenta Jesús. Aunque arreglan relojes de todas edades y características, el de la Puerta del Sol tiene un cariz especial. «Es distinto porque está la repercusión que tiene a nivel nacional, incluso internacional , pero luego tenemos relojes con doscientos o trescientos años, aunque entra un reloj con quince días y también. Nosotros somos relojeros y es nuestra profesión», dice con seguridad. Son pocos los que, cuando cae el carrillón y suenan los cuartos, se acuerdan de los tres hombres que se esconden en los engranajes del reloj madrileño que lleva al resto de España sus campanadas. Pero eso, para ellos, no es un infortunio. Con la suerte de los que se dedican a lo que aman, asegura que «el verdadero reconocimiento es el reloj que lo hace bien. Cuando haces lo que te gusta, cuando salen las campanadas sientes la satisfacción de que ha salido bien. No estamos pendientes de si 'Fulanito' ha dicho esto o lo otro, aunque se agradece el detalle». Suman veintiocho años cargando con el mecanismo a sus espaldas y son conscientes de que la despedida se aproxima. «Llegará un momento que se ha acabado, eso está claro, y vendrá alguien que lo hará igual o mejor», cuenta. Cuando suceda, podrán volver a tomar las uvas en compañía de su familia y escucharán las campanadas, por primera vez en mucho tiempo, desde el sonido de una televisión. Podría ser incluso que no vuelvan a ver al que ha sido su compañero durante tantos años, al reloj de la Puerta del Sol. Otras manos ocuparán su lugar.

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