Gobernar sin humildad
La humildad es una virtud subversiva en política: obliga a reconocer que el poder es prestado y que la realidad no siempre acompaña. Por eso escasea. Y por eso, cuando aparece —aunque sea de forma discreta— resulta tan visible.
La felicitación navideña de Alberto Núñez Feijóo ha ido por ese camino poco transitado: tono sobrio, ausencia de épica impostada y una apelación sencilla a la responsabilidad compartida. Nada heroico, pero sí poco habitual en un tiempo en el que muchos confunden liderazgo con autosuficiencia moral y la política con un ejercicio permanente de autocelebración.
El contraste con Pedro Sánchez es revelador. En su caso, la humildad no es que falte: es que parece incompatible con su concepción del poder. Sánchez gobierna como quien se cree una anomalía histórica imprescindible, convencido de que todo lo que sucede a su alrededor —derrotas electorales, desgaste territorial, debilidad parlamentaria— es culpa de terceros o de una ciudadanía que aún no ha comprendido su grandeza.
Porque, según ese relato, no pierde el PSOE en Extremadura: se equivoca Extremadura. No hay una aritmética parlamentaria agónica: hay una estrategia sofisticada que exige concesiones permanentes. No existe un cerco de corrupción: hay ruido, fango y persecuciones imaginarias. Nunca falla el presidente. Fallan los jueces, los medios, los socios, la oposición o el contexto. Sánchez no gobierna un país: lo resiste, convencido de que resistir equivale a tener razón.
Esa soberbia se completa con una imagen casi bíblica que el propio presidente parece asumir sin rubor: la certeza de que los votantes que hoy se marchan volverán en las generales, como el hijo pródigo que regresa a casa por Navidad. No porque haya autocrítica ni rectificación, sino por la fe ciega en la propia indispensabilidad.
Gobernar sin humildad conduce inevitablemente a la trinchera moral: La Moncloa convertida en refugio, no en institución. Comparecencias solemnes, gesto grave, tono de sacrificio personal, mientras el balance político se deteriora. La política entendida no como servicio, sino como prueba de resistencia individual frente a enemigos difusos.
La falta de humildad no es solo un problema de carácter; es un problema democrático. Porque cuando el poder deja de escucharse, empieza a justificarse. Y cuando necesita justificarse demasiado, suele ser porque ya no convence.