Estamos salvados
Acabo de salir del festival de fin de curso de mis hijos y puedo anunciarlo con cierta tranquilidad: estamos salvados. Si el futuro dependiera exclusivamente de las coreografías, las canciones y los carteles de colores fosforitos, el mundo que viene sería un lugar sostenible, inclusivo, fraternal y con una gestión impecable de los residuos. No habría guerras, ni fronteras emocionales, ni animales abandonados. Todo se reciclaría: el plástico, los errores y, probablemente, hasta los enfados.
La nueva generación llega cargada de buenas intenciones. Aman al planeta, respetan al diferente, protegen al débil y creen firmemente que la convivencia es posible si todos nos damos la mano a tiempo. Vi a niños hablar de océanos limpios con la convicción de un ministro y a niñas defender la amistad universal con una seriedad que ya quisieran algunos organismos internacionales. Por un momento pensé que, quizá, lo hemos estado haciendo mal todo este tiempo y que la solución era simplemente cantar mejor.
La pregunta, inevitable, apareció justo después del aplauso final: ¿cuándo se estropea todo esto? ¿En qué momento esa fraternidad aparentemente sin fisuras empieza a resquebrajarse y se consolida lo contrario en la vida adulta? Porque está claro que algo falla entre el escenario del colegio y la sala de juntas, entre el mural sobre la paz y el primer contrato indefinido. No puede ser solo una cuestión de edad. Tiene que haber una grieta más profunda.
Tal vez el problema no sea que los niños aprendan mal, sino que los adultos desaprenden bien. El mensaje es claro, aunque no lo digamos en voz alta: los valores están muy bien para el festival, pero estorban cuando empieza la vida de verdad. Así, poco a poco, esa ética luminosa se va archivando en un cajón junto a los disfraces de cartón.