Cada tanto los políticos predican la conveniencia de la pena de muerte como método de control del crimen; sin embargo, engañan a la población con el afán de ocultar su incapacidad para abordar las verdaderas causas de la inseguridad ciudadana.
Hace algunas semanas, la Presidenta abrió debate sobre la restitución de esta macabra pena insinuando su respaldo a su inclusión en el ordenamiento jurídico nacional. Pues bien, sobre este tema no escatimemos la tinta: la pena de muerte no es ni solución ni posibilidad.
En 1977, el Perú suscribió la Convención Americana sobre Derechos Humanos (“CADH”), que establece garantías para el derecho a la vida, como la prohibición de reincorporar la pena de muerte una vez haya sido abolida por el Estado miembro, por lo que la única manera de introducir esta medida es desafiliándonos de la CADH.
Si bien es cierto que el artículo 57° de la Constitución otorga al Presidente la competencia para denunciar tratados internacionales, el retiro del Estado de la CADH sería un despropósito, pues expondría a sus ciudadanos a la vulneración de sus derechos fundamentales y libertades consagradas en dicho instrumento.
Los tratados vinculan a los Estados y son fuente de obligaciones por excelencia en el derecho internacional, están para cumplirse, máxime cuando la sujeción a la CADH implica someterse a la competencia contenciosa de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (“Corte”), a la que se puede acudir tras agotar los recursos internos o cuando haya inaccesibilidad a la justicia.
A la fecha, la Corte ha emitido más de cuarenta sentencias que reconocen la responsabilidad del Estado peruano por vulneración de derechos, lo que nos convierte en el país con mayor número de fallos negativos del sistema interamericano. Retirarnos implicaría el quiebre de un costoso, aunque satisfactorio proceso de fortalecimiento continuo del Estado de Derecho y una violación al principio de progresividad de los derechos humanos, alejando al Perú de los estándares democráticos internacionales.
En consecuencia, proponer el retorno de esta pena es populismo en su máxima expresión que no puede prosperar, recordemos que nuestro modelo se fundamenta en que todos tenemos un valor intrínseco y derechos fundamentales que deben ser respetados y protegidos. Es por ello que, debido a su carácter inhumano, la mayoría de Estados modernos la han abolido en su totalidad o la aplican de manera residual para determinados delitos en tiempos de guerra.
De hecho, el Estatuto de Roma la excluye como sanción y escoge la cadena perpetua como la pena más severa. Es decir, ni para los más graves delitos como el genocidio, crímenes de lesa humanidad, de guerra o la agresión, se ha establecido como sanción válida. En adición a ello, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos estipula la no regresión en la aplicación de esta medida para los países que ya la abolieron. En ese sentido, nos encontramos en una situación irrevocable, caso contrario estaríamos transgrediendo los compromisos internacionales asumidos.
Pero, más allá de la tendencia global hacia su consideración como una opción cruel y contraria a los valores liberales, es importante hacer hincapié en que es peligrosa en su aplicación e inidónea para el fin que se persigue. Peligrosa en la medida que existe el riesgo de que se cometan errores judiciales y, claramente, no permite corrección si se condena a una persona inocente. Son numerosos los reos que han sido sentenciados por error y, tras una tensa y larga batalla judicial, han logrado ser exonerados. Pero, ¿cuántos no tuvieron la misma suerte, tiempo o recursos para demostrar el error judicial, el sesgo racial o los falsos testimonios?
La pena de muerte es incongruente con nuestro régimen penitenciario que, según la Constitución “tiene por objeto la reeducación, rehabilitación y reincorporación del penado a la sociedad”. Sobre el particular, el TC también se ha pronunciado: “En un sistema constitucional… el penado siempre será un ser humano con oportunidades, antes que un objeto de venganza… si se habla de la supresión de la vida como una forma de pena, ello será… incongruente, desde que los objetivos de la pena son totalmente incompatibles con la muerte. La cercenación de la vida elimina cualquier posibilidad ulterior de reencuentro del individuo con sus valores y… es una muestra de que el castigo… pretende anteponerse como amenaza latente que rompe o burla los esquemas de una verdadera humanidad.” (STC N° 0489-2006-PHC/TC).
Por otro lado, esta medida no es más efectiva que otras penas severas en la reducción de la criminalidad y los países que la han abolido no han experimentado un aumento significativo en los índices de delincuencia. Hago hincapié en que no es una forma viable de control del crimen y se encuentra muy por debajo de la lista de acciones recomendadas (Death Penalty Information Center, 1995), pues las personas que cometen delitos violentos a menudo no los premeditan u ocurren cuando el pensamiento lógico se ha suspendido. Incluso cuando se planifica el ilícito, el delincuente normalmente se concentra en escapar de la detección, el arresto y la condena.
En consecuencia, no hay evidencia de que la amenaza de un castigo más duro desaliente a aquellos que esperan escapar, sobre todo considerando que el poder disuasorio de las penas no solo radica en su severidad, sino en su certeza y frecuencia (ACLU, 2012).
Por último, cabe precisar que oponerse a la pena de muerte no significa carecer de empatía por las víctimas, pero promover la idea de que el Estado tiene derecho a matar a sus ciudadanos como castigo envía un mensaje negativo sobre el valor de la vida y no hace más que confirmar nuestras sospechas sobre cómo es que este gobierno cree que se resuelven los problemas.