Don Francisco era el nombre de mi profesor de latín, y así lo llamábamos, con todo el empaque y la importancia que tenía por aquel entonces el tratamiento de don. Era el padre de un compañero mío y él, claro está, no lo llamaba así –papá–, al igual que su esposa –Paco–, sus compañeros de profesión –Francisco–, o sus familiares y amigos más directos –Francis, Fran o Curro–, dependiendo del momento y el lugar de sus vidas donde se hubieran conocido.