A veces parece que algunos políticos se empeñan en poner puertas al campo, aprobando leyes que, en teoría buscan avances sociales, pero no tienen en cuenta el imparable avance de la tecnología. Es como si no se dieran cuenta de que legislar de espaldas a lo que está por venir solo nos lleva hacia atrás, como los cangrejos. Y ahí está la Inteligencia Artificial, que ya empieza a cambiar el panorama laboral, desplazando empleos de forma progresiva.
Para colmo, ya hay empresas que venden la primera generación de trabajadores digitales, una subcontrata digital mediante algoritmos de IA que son capaces de integrarse en los equipos humanos de las compañías, para complementar sus funciones y multiplicar la productividad, a corto plazo, como soporte de los empleados, pero como sustitutos de las personas, a medio. El argumento clave es que pueden trabajar las 24h del día y no tienen problemas de conciliación, ni vacaciones ni demandas laborales que aumenten los costes empresariales. Así pues, es paradójico que, mientras la mayoría de los países están inmersos en debates sobre el futuro del trabajo y el riesgo de perder el empleo por la IA, la automatización y el teletrabajo, nosotros seguimos peleándonos por reducir la jornada en vez de admitir que el problema de fondo no es cuánto, sino cómo trabajamos.
La premisa detrás de esta reforma es que una jornada laboral más corta podría hacer que los trabajadores estén más motivados y sean más productivos, todo un espejismo que sólo se sostiene sobre el papel porque, en la práctica, es como esperar que un coche con el motor averiado corra mejor porque hemos lavado la carrocería.
Tenemos un problema crónico con la productividad y estamos entre los países europeos que más horas trabajan y, sin embargo, producimos menos por hora que muchos de nuestros vecinos. Si no mejoramos la formación, la tecnología y la forma en que organizamos el trabajo, reducir las horas solo será un parche porque trabajar menos solo significa producir menos, no mejor. Por eso, cambiar la duración de la jornada laboral es como mover las sillas en la cubierta del Titanic para que no se hunda en vez de abordar el problema estructural del casco.
Además, para algunas empresas, sobre todo las pequeñas, la reforma es un nuevo dolor de cabeza por la obligación de ajustar turnos, reorganizar plantillas y asumir costes operativos y burocráticos adicionales, lo que es un lujo que muchas simplemente no pueden permitirse, como ocurre en sectores clave como la hostelería, la construcción o la agricultura, donde la flexibilidad horaria es esencial y esta reforma es vista más como un obstáculo que como un avance.
Otro de los grandes argumentos a favor de esta reforma es el supuesto beneficio para la conciliación familiar y la calidad de vida, aunque, en un país donde las guarderías públicas son escasas, los precios del ocio están disparados, salir a cenar es un lujo, una escapada de fin de semana está fuera del alcance de muchos y los salarios apenas alcanzan para cubrir los gastos básicos de algunas familias, ¿de qué sirve tener media hora más si no puedes usarla para disfrutar de la vida?
Si, como es de esperar, las empresas deciden trasladar estos sobrecostes al consumidor, vía incremento de precios, nos encontraremos que, irónicamente, los trabajadores perderán poder adquisitivo con los efectos de segunda ronda de esta medida.
En España, cualquier reforma tiende a polarizar el debate público y cuando se trata del trabajo, algo que escasea en nuestra economía, reducir la jornada laboral está generando una avalancha de opiniones, a favor y en contra, desde sindicatos victoriosos hasta empresarios que se arrancan los pelos, con una medida que representa una temporada más de nuestra peculiar serie de comedia económica. Pero, ¿realmente mover la aguja del reloj laboral media hora menos al día revolucionará la economía española?
La reducción de la jornada laboral es un gesto político, de índole populista, un brindis al sol que se vende como una victoria social, fruto de un monólogo sin contar con los empresarios ni con todos los socios de gobierno, pero que difícilmente cambiará la vida de los españoles o el rumbo de nuestra economía. Es una medida que pone el foco en el tiempo, cuando deberíamos estar hablando de resultados y calidad, tanto en el trabajo como en las condiciones de vida. A veces, nuestros políticos están a por uvas mientras los españoles seguimos buscando fórmulas mágicas para encontrar buenos empleos, cuadrar nuestras cuentas y llegar a final de mes, en una economía donde, al final, el tiempo no siempre es oro.
Juan Carlos Higueras, Doctor en Economía y Director de programas MBA en EAE Business School