Qué dos palabras más bellas en su significación tomadas por separado. Veamos sus definiciones más señaladas. Juego: hacer algo con alegría con el fin de entretenerse, divertirse o desarrollar determinadas capacidades. Azar: casualidad, presente en diversos fenómenos que se caracterizan por causas complejas, no lineales y sobre todo que no parecen ser predecibles.
Los seres humanos nacemos con el don del juego. Desde bebés entendemos la vida a través de signos que nos divierten, nos entretienen, nos permiten crecer y desarrollar nuestros talentos.
A través del juego continuado los niños aprenden a ser, y lo hacen con bromas, carreras, saltos, imitaciones, inventos, cantos, dibujos, danzas… Juegos espontáneos y miméticos que les hace acariciar la vida como un paraíso. Después con el tiempo vamos dejando el niño atrás y volviéndonos adolescentes, jóvenes, adultos, viejos… Muchos abandonan también la capacidad de jugar y se vuelven seriotes y racionales. Otros, muchos también, dejan que sus niños interiores sigan jugando, aunque sea de vez en cuando, a través del humor, de la guasa, del baile… de conservar esa espontaneidad infantil que encuentra verdades como puños y se ríe de las normas sociales establecidas. Los adultos juegan esencialmente cuando aman. Y, por fortuna, los hay que nunca sienten ser imprescindibles o sabios; que sienten que la vida es un aprendizaje perenne que solo se logra gozar a través del juego.
A mí me ha gustado tanto jugar que llevo dedicándome al teatro desde mi infancia. La realidad pura no me seducía demasiado, así que me dedicaba siempre que me lo consentían, a organizar escenas, coreografías, recitales, belenes vivos en Navidad… Tomaba a mis pobres primos y hermano pequeño y les ponía a ensayar como si fuéramos a representar aquello en el María Guerrero. Allí no llegábamos, pero sí al salón de la casa familiar donde los adultos nos aplaudían a rabiar y hasta nos daban algún durillo para tebeos. Como me decían que de aquello no se podía vivir, después de acabar el bachillerato tuve que estudiar algunas cosas extrañas, taquigrafía, contabilidad, mecanografía… Pero,
con el salario de trabajar en esos trances, enseguida me apunté a una escuela de arte dramático. ¡Oh, maravilla, allí todo era juego! Y yo no era yo, yo era una chica que creaba improvisaciones, comprendía su cuerpo y su voz, y se convertía por el arte de la técnica en la novia de “Bodas de Sangre” o en la Blanche Dubois de “Un tranvía llamado deseo”. Aquello era el juego más hondo y transformador que hubiera podido imaginar. Así que me enganché con él para siempre jamás. Siempre jugar.
El azar también me ha fascinado por su componente mágico. Y, por supuesto creo en la suerte. Todo puede ocurrir cuando menos te lo esperas. Porque es cierto que las cosas deseadas no siempre vienen cuando las buscas con denuedo; el amor galante, por ejemplo. Casi siempre es cuando te olvidas de aguardar cuando llega el mensaje, el amigo, el trabajo deseado; lo que tanto procuraste a través de tu voluntad, tu pasión y tu esfuerzo.
Sin embargo, cuando unes las palabras juego y azar algo cambia. Porque no es tu voluntad y conocimiento, sino la pura carambola quien te procura conseguir aquello a lo que aspiras, normalmente dinero. Los juegos de azar son, además, competitivos. En algunos de ellos cierta habilidad también cuenta, pero no es lo que determina el resultado y es difícil afirmar que alguien “juega bien” o “juega mal” a un juego de azar. De todos modos, varios de ellos contienen una cuota de criterio o de pericia de pensamiento, como los que involucran naipes. Por ejemplo: póker, siete y medio, truco…. Pero, finalmente, las cartas, es decir, la casualidad, mandará sobre cualquier pericia. Y es un fastidio el que a largo plazo siempre acabes perdiendo.
En mi casa originaria eran jugadores. Mi padre jugador empedernido, con el consecuente desastre para él y su familia. Mi madre y mis hermanas jugadoras gustosas. Mi hermano rayando el límite. Cuando mis hermanas, mayores que yo, se echaron novio, a menudo por la noche organizaban timbas de cartas. Solían acudir también algunos amigos a casa, y se jugaban la pasta sin piedad. Después, a menudo también, terminaban cabreados y pasaban algún día hasta la nueva convocatoria. Yo no jugaba, dormía, salvo cuando fallaba alguien y necesitaban un sustituto para hacer pareja. Entonces me rogaban que me sentara a la mesa e hiciera el esfuerzo de echar unas partiditas. Mi falta
de entusiasmo les desesperaba hasta renunciar a la partida nocturna. Contigo no se puede jugar, me decían. Aburres. Claro, es que yo me aburria mucho. Si me daban buenas cartas vaya, pero sino, qué cosa alegre podía hacer yo con aquello. No, a mí nunca me ha gustado jugar a la suerte. De hecho, quizá por esa experiencia infantil, los juegos de azar los descarté de mi vida. Ni a naipes, ni a dados, ni a bingos, ni a loterías. Sí, aunque suene extraño, yo nunca juego a la lotería. Y hoy, que hay unos pocos muy contentos y unos muchos decepcionados, yo me siento complacida de no haberme gastado ni un euro en dicho juego de azar.
Yo elegí, quizá no de forma consciente, buscarme la suerte a través del compromiso y el trabajo esforzado. Primero saltándome barreras de mujer, después consiguiendo disfrutar de los estudios, más tarde empeñándome en el juego de vivir.
Max Estrella, el prodigioso protagonista de” Luces de Bohemia”, vendió su capa una noche helada para comprar un décimo de lotería. Al final de esa noche murió de todo, pero sobre todo de frío. Y ese décimo que impredeciblemente tocó, no fue empleado por su dueño.
No obstante, comprendo de corazón a los tantos que hoy comprueban sus números ilusionados. Ojalá pudiera tocar a todos. A todos los que lo necesitan de verdad.