La última de la Revista Dominical de este 2024 tiene la particularidad de contar con textos no solo de los periodistas que usualmente alimentan sus páginas, sino también de un grupo de estimables lectores, quienes compartieron con nosotros sus relatos de Navidad, a partir de la convocatoria que se abrió en las redes sociales de La Nación.
A continuación encontrará ocho historias que más nos impresionaron. Y sonará a cliché, pero la elección no fue nada fácil, por dicha: recibimos relatos muy personales, algunos enmarcados en formatos de ficción, otros totalmente confesionales. Hubo evocaciones a navidades pasadas, a memorias de familiares y seres queridos que ya no están, a los chiquillos que llegaron a alegrar la Nochebuena, a reuniones con sabor a rompope y tamal. Leíamos todas sus historias y apreciamos cada una de ellas.
Ustedes nos enviaron sus historias de Navidad: acá están las que más nos gustaron
Además, en las notas vinculadas podrá leer una selección de otros textos enviados por lectores. A todos les damos nuestro profundo agradecimiento por poner por escrito sus anécdotas, creatividad y testimonios y premiarnos con su lectura a lo largo del año que termina. Esperamos poder contar con su compañía en el 2025.
Antes de empezar con la lectura, extendemos el agradecimiento a quienes hicieron posible esta dinámica: nuestras compañeras Katherine Pérez y Nohelia Guevara, de Audiencias de Grupo Nación; Rocío Nieves y Carlos ‘Charlie’ Madrigal, del Equipo Digital de Nacion.com; Laura Murillo, de Diseño editorial, y las periodistas Jessica Rojas y Doriam Díaz.
Y nuestro aplauso para el grupo de entusiastas autores que respondió a la invitación: Edwin Marín Alpízar; Juan Carlos Chacon Cespedes; Leonardo Gómez Ramírez; Maricruz Pereira; German Obando Bonilla; Cecilia Prestinary Montero; Carmen Odio González; César G. Fernández Rojas; Cecilia Villalobos Soto; Ma. Felicia Olivares Navas.; Randall Ramirez Picado; Manuel Morales Navarro; Diego Oconitrillo J.; Jonathan Murcia; Manuel Víquez Carazo; José Francisco Brenes Quirós; Maynor Chaves Gomez; Salvador Oreamuno Linares; Robinson Rodriguez Herrera; Eduardo Guzmán Alcázar; Valery Mey Mey Barboza Li; José Antonio Corea Ocampo; Shirley Rivera; Shirley González, y María Isabel Araya Vásquez.
Feliz Navidad a todos.
Víctor Fernández G.
Editor, Revista Dominical
Querida Mamama:
En estos días previos a la Navidad, no he dejado de pensar en vos. Y me di cuenta de que nunca te di las gracias por habernos regalado las Navidades más mágicas del mundo. Aunque llegue un poco tarde, te las doy ahora: ¡muchas gracias!
Gracias a vos, tus seis nietos vivimos una infancia llena de ilusión, especialmente en diciembre. Vos hacías que todo brillara, que fuera diferente. Por vos, yo creía —y todavía creo— en hadas, duendes, animales que hablan, zapatillas mágicas y anillos que te hacen invisible.
Cada diciembre, cuando tu hermana Ita y vos bajaban las cajas del ático, la magia comenzaba. Ita armaba un portal divino en la sala, mientras vos decorabas el árbol con nuestra ayuda. Los adornos eran tan frágiles que se quebraban con solo mirarlos. Las bombillas de colores requerían paciencia: había que probarlas una por una para arreglar la serie. Colocábamos nieve hecha de lana blanca (seguro hoy es material prohibido) como guirnaldas en las ramas.
Siempre había adornos especiales, como los colibríes de plumas tornasoladas que parecían reales. Pero también estaba el travieso Ricardo Corazón de León Cara de Gato, tu angora, que intentaba cazarlos. Por eso había que vigilarlo constantemente para que no botara el árbol.
El toque final era tuyo: colocabas la estrella en la punta del árbol. Entre el portal de Ita, el árbol y los queques emborrachados en la despensa, la casa se llenaba del aroma de ciprés, cáscara de cohombro, encerado y lana. Todo olía a Navidad.
La espera por la comida del 24 —en aquel entonces “la comida”, ahora “la cena”— era emocionante. La reunión familiar era un momento único: los regalos bajo el árbol, las historias en la mesa, los chistes repetidos que nos hacían reír cada año. Como el de tía Vesta con doña Queca: “Doña Caca, ¿quiere queque? Ay, perdón, doña Queca, ¿quiere caca?”.
En medio de las risas, vos siempre cuidabas cada detalle: la mesa puesta con su mantel navideño engomado, los cubiertos relucientes y las copas brillando. Mientras tanto, tata, tu marido, bajaba de su biblioteca cuando todo ya estaba listo, sin saber del esfuerzo que implicaba.
Siempre te preocupaste por los demás: “Zapatos para Fulanita, suéter para Mengano. Vení, acompañame a dejarlos”.
Gracias, Mamama, por enseñarnos a vivir con ilusión y generosidad. Gracias por tantos buenos recuerdos. Feliz Navidad, dondequiera que estés.
Mis recuerdos navideños se remontan a los años 60, cuando crecía en una familia campesina en el pequeño pueblo de San Miguel, en Santo Domingo. La Navidad siempre coincidía con las vacaciones escolares, lo que significaba días de juegos con mis hermanos y primas en el patio de la casa y en el cafetal. Era una época de mucha ilusión, y la llegada de las cogidas de café y los estrenos de fin de año nos llenaban de alegría.
Esperábamos con emoción los regalitos que el “Niñito Dios” nos traería el 25 de diciembre. En esos tiempos, los días parecían durar más, y la ilusión de recibir los regalos nos mantenía felices. Recuerdo con cariño los juguetes que nos traía el “Niñito”: muñecas de hule, cocinitas de lata, carritos de madera, bolas de plástico que no rebotaban, suizas y rompecabezas, entre otros. Para nosotros, aquellos regalos eran un verdadero tesoro.
La confección del “portal” navideño era una tradición familiar. Mi mamá dirigía el trabajo, mis hermanos y yo éramos los encargados de ejecutarlo, y mi papá conseguía los materiales. Usábamos ramas de árboles secos, cartón, aserrín de colores, lana seca y luces de muchos colores. El resultado final siempre recibía elogios de los vecinos y familiares que venían a visitarnos. También confeccionábamos el arbolito de Navidad con una rama seca, adornada con bolitas de colores y algodón.
La comida, como los tamales, el queque de Navidad, el encurtido y el rompope, era preparada con mucho amor en nuestra casa. Todos participábamos en su elaboración. Mi mamá cocinaba el maíz, mis hermanos se encargaban de llevarlo al molino, y mientras tanto, mi mamá y yo preparábamos los otros ingredientes. Mi papá cuidaba el fogón, alimentado con troncos de café. El momento más emocionante era cuando todos ayudábamos a amarrar los tamales, que luego disfrutábamos durante las fiestas.
La Navidad en nuestro pueblo campesino era sencilla, pero llena de amor y alegría. Éramos felices con lo poco que teníamos, y la unidad familiar lo hacía todo más especial. Hoy, al mirar atrás, extraño a mis padres y aquellos momentos de felicidad compartida.
Un 24 de diciembre de 1965, mis hermanitos y yo nos fuimos a dormir muy tempranito.
Mamá, nos dio su acostumbrada bendición, un besito en la frente y un delicado abrazo.
Esa noche, soñamos con los muchos regalos que habíamos pedido al Niñito Jesús: muñecas, carritos, bicicletas, guantes, disfraces, bolas, eran parte de la gran lista.
Al amanecer, oímos ruidos en la casa y pensamos que estaban dejando los regalos. Nos levantamos y dirigimos a la sala, pero no estaban los regalos, ni Mamá, ni Papá.
Subí al cuarto buscando los regalos, y quien estaba ahí era tía Belén, sollozando y llorando. Me dijo que Papá había tenido un accidente con su vehículo y Mamá fue al hospital.
Nos fuimos con tía, en un taxi, al hospital, pidiéndole al Niño Jesús que estuviera bien.
Amamos mucho a nuestros padres y durante el trayecto, no cesamos de llorar y rezar.
Al llegar, estaba Papá fuera del hospital con pequeños rasguños, acompañado de Mamá.
Corrimos hacia ellos, llenos de alegría, de gratitud, abrazándolos fuertemente.
Ese mismo día, llegamos todos a casa, muy felices de estar nuevamente juntos. Nos reímos, jugamos, abrazamos y prácticamente nos olvidamos de los regalos.
Papá y Mamá nos dijeron que los verdaderos regalos están en nuestros corazones. Además, que la Navidad es parte de la familia y se lleva siempre en el corazón.
Fue entonces que Papá recordó que los otros “regalos” estaban en la cajuela del vehículo.
Yo era un escolar del centro de San José en los años 60, cuando parecía que todo estaba bien en el mundo. Las clases terminaban la última semana de noviembre con la Fiesta de la Alegría, para pasar de inmediato a diciembre, que era como otra dimensión.
En la Avenida Central, anochecía temprano y comenzaba una magia que saturaba todos los sentidos. Desde Cuesta de Moras hasta el Hospital San Juan de Dios, las calles, aceras y tiendas se desbordaban de gente, atraída por esa misteriosa necesidad de ser parte de ese “espíritu navideño”, por llamarlo de alguna forma.
En ambas aceras de la Avenida, cada diez metros se instalaba un chinamo de un metro cuadrado donde se vendían juguetes, aserrín de colores, figuritas de yeso para colocar en los “pasitos”, tarjetas de Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo, cintas para lanzar, gorritos cónicos, matracas, pitos de papel, maní garapiñado, manzanas y uvas. Colores, ruidos, aromas y sabores que inundaban el ambiente.
Las noches decembrinas eran frías y ventosas, y había que andar bien abrigado con gorro, porque cada cierto tiempo una fuerte ráfaga helada levantaba del suelo nubes de confeti multicolor que hacían correr y gritar a la chiquillada.
Todas las tiendas, grandes y pequeñas, se esmeraban en decorar sus ventanales con luces de colores, árboles llenos de “bombitas” brillantes, guirnaldas, bastones de melcocha, villancicos, regalos envueltos con lazos, hombres de nieve, renos, trineos, duendes y los infaltables Santa Claus de todos los tamaños y poses.
Recorrer la Avenida ida y vuelta para admirar cada una de las decoraciones era un ritual llamado “ir a ver ventanas”, que duraba horas, sorteando la muchedumbre, los chinamos y los temidos “colachos” de carne y hueso que muchos adultos y niños trataban de evadir a riesgo de recibir sorpresivos y muy incómodos abrazos y besos.
Esa época navideña no fue mejor ni peor que otras, solo sé que no volverá, pero esta historia habrá valido la pena si logra evocar recuerdos a los josefinos que nos tocó vivirla. ¡Feliz Navidad!
Soplaban los aires navideños del 24 de diciembre de 1978. Caminaba por la calle hacia donde estaba mi amigo Manuel Calvo, sentado en un muro de contención que servía para nivelar la calle. Íbamos a conversar y recordar con regocijo las hazañas que hicieron histórico el barrio de Lotes Volio con el equipo San Miguel de Goicoechea. Mi casa estaba al frente, y cuando mi amigo llegó, la mamá salió a saludarme. Manuel me ofreció una cerveza, y acepté. Mientras él iba a traerla, seguí conversando con doña Virginia, quien comenzó a contarme anécdotas de las épocas navideñas. De pronto, me dijo: “Huele a humo”.
Al lado del desnivel de la calle, había tres casitas de alquiler, ubicadas a dos metros del muro, y comenzaban a activarse las llamas. Eran aproximadamente las tres de la tarde. Inmediatamente, giré y salté para tratar de socorrer a las familias que habitaban esas casas. Eran viviendas viejas de madera, de dos cuartos: una habitación y una cocina. Fui a la primera y empujé la puerta, pero no había nadie. Las llamas ya eran más intensas, así que me dirigí a la segunda puerta, donde presumí que se había originado el incendio. Ahí encontré a una persona morena, llamada Mayela. La tomé de la mano y la saqué. Era joven, de unos 30 años, y trabajaba de noche.
Rápidamente corrí hacia la tercera puerta, donde vivía una anciana de 85 años, con su hijo de unos 50, quien era alcohólico y, en su crisis, no podía ponerse de pie. Al irrumpir en la habitación, vi que las llamas ya habían tomado fuerza y las brasas caían sobre el camón que compartían. La señora estaba acostada, así que la tomé en mis brazos, la abracé con la disposición de vida o muerte y corrí con ella hasta la puerta.
Afuera, los vecinos nos ayudaron, y gracias a ellos, pudimos alejarnos del infierno del fuego. Manuel también ayudó al hijo de la anciana, levantándolo para sacarlo alzado.
Minutos después, todo el vecindario estaba haciendo cadenas humanas para sacar los bienes de las casas colindantes. Unos lloraban, otros tiraban agua con recipientes caseros para evitar que el fuego alcanzara otras viviendas de madera. Finalmente, los bomberos llegaron y detuvieron el incendio. Las tres casitas, construidas de pared por medio, quedaron reducidas a cenizas. Afortunadamente, no hubo personas quemadas, solo pérdidas materiales.
A pesar de la tragedia, pudimos celebrar la Navidad después de esa fatalidad. Para recordar ese día, esta narración la presenté en mi examen de Bachillerato por Madurez en la materia de Redacción y Ortografía, de la cual obtuve una buena calificación, a mis 50 años.
Como todo niño, el 24 de diciembre es la fecha más esperada, pues es el día en que el Niño Dios nos trae los regalos que tanto esperamos. Mi caso no fue la excepción, aunque sigue siendo un día muy especial para mí. Mi madre, mujer muy social, tenía dos ahijados en aquellos años: uno vivía en Cinco Esquinas de Tibás y la otra en Hatillo. Después del almuerzo, nos íbamos primero a visitar al uno y luego al otro.
Al llegar a Tibás, nos recibían con un cafecito y pan, mientras mi madre conversaba con las comadres. Después, partíamos hacia Hatillo, donde, al final de la tarde, nos recibían con una pachanga de las buenas. Los tragos y la música iban y venían entre los adultos, y nosotros aprovechábamos para pedirles dinero a los más etílicos para comprar cosas en un bazar cercano.
Tenía unos ocho años cuando, al caer la noche, le insistí a mi madre que ya debíamos irnos a casa, temeroso de que el Niño Dios pasara de largo si no estaba en mi cama a tiempo. Mi madre accedió y partimos rumbo a Tibás.
Para ese entonces, la ruta por San José centro era inevitable, ya que no existía la circunvalación. Así, pasamos frente a los cementerios “de obreros” y “general”, y fue en ese momento cuando mi madre detuvo el carro frente al cementerio general y me pidió que la acompañara a visitar la tumba de mi padre. Este había fallecido unos años atrás, y yo nunca lo conocí.
Con miedo, accedí, y mis piernas temblaban mientras caminaba hacia la tumba, pensando que las almas de los muertos se levantarían para llevarme con ellos. Mi madre lloraba desconsolada mientras yo le suplicaba que nos fuéramos de allí. Estuvimos unos diez minutos en el cementerio, y luego corrí al carro, con la esperanza de que las almas no pudieran alcanzarme.
Regresamos a casa, me puse mi pijama y me dormí. Al día siguiente, al despertar, encontré la tan ansiada pista de carros de carreras y otros juguetes junto a mi cama. Los muertos nunca se levantaron como temía, pero hasta hoy evito los cementerios, especialmente en la noche de un 24 de diciembre.
A finales de los ochenta, vendían hermosas casas para las Barbies, lo que era el juguete sensación, para la Navidad de ese año. Mi hermana (de unos 4 años) y yo (de unos 8 años) fuimos a San José, con papá, para escoger cuál de todas queríamos (y por supuesto, él debía asegurarse que podía pagarla). Se nos fueron los ojos por una que tenía dos pisos y un ascensor, en el que perfectamente, podía ponerse a la muñeca y jalar un mecate para subirlo y bajarlo. Entonces, él nos dijo que, si en verdad la queríamos, Santa Claus la traería en Navidad, pero con la condición de que sería el único juguete que tendríamos de regalo y había que compartirlo entre las dos. Obviamente, muy emocionadas, dijimos que sí.
Los días pasaron, Navidad se acercaba, la casa ya estaba decorada y la ansiedad por los regalos crecía y crecía. En una de tantas, mi mamá y mi papá salieron de la casa y nos dejaron solas, unos minutos. Por supuesto, mi hermanilla y yo empezamos a husmear, por todos los rincones y todas las esquinas y dimos con la casa de las Barbies bien guardada, en una bolsa plástica blanca, debajo de la cama matrimonial...
¡Oh por Dios! Eso fue demasiada adrenalina para nosotras, tanto por la completa felicidad por verla ahí y el tremendo susto por haberla encontrado, ya que sabíamos perfectamente que no debíamos buscarla, estábamos metiéndonos en un problema con nuestros padres y claro que nos imaginamos que Santa Claus también estaría muy enojado.
Finalmente, llegó el 24 de diciembre y la hora de abrir los regalos. Mi mamá y mi papá estaban ilusionados, por ver nuestras caras al desenvolver la casa de las Barbies, pero no fue exactamente la reacción que esperaban lo que vieron... Apenas abrimos el regalo y vimos qué era, mi hermanilla y yo nos volvimos a ver porque no podíamos creer que, después de todo y la travesura hecha, siempre Santa Claus nos trajo la casa. Mi mamá y mi papá, muy extrañados, nos hicieron preguntas y terminamos confesando lo que hicimos y el terror que vivimos por días, pensando que, por portarnos mal, habíamos perdido la famosa casita. Claro, no nos regañaron, solo se rieron, por un buen rato, de nosotras y la inocente travesura navideña.
Nadie puede imaginarse ahora las celebraciones navideñas de antaño, centradas en la fe y el calor del hogar. Recuerdo claramente ese diciembre de 1946 cuando tenía sies años. Nunca olvidaré aquella Navidad en la que la magia de descubrir un regalo se desvaneció al amanecer.
Nuestra familia era modesta. En aquella época a los niños se les daba un regalito según los recursos. A las niñas solían regalarles muñecas de pasta o juegos de cocina, a los varoncitos caballitos de palo o un carrito.
Los padres, por humildes que fueran, trataban de comprar a sus hijos ropa nueva, una mudada para estrenar el 25 de diciembre y otra de color amarillo - para atraer la buena suerte- para recibir el Año Nuevo. También nos daban un par de zapatos y dos pares de medias que duraban todo un año. Se solía hacer una cena familiar. Se preparaba el tradicional rompope, arroz con leche y, como plato principal, el arroz con pollo o lomito en salsa acompañado de arroz blanco y ensalada. Los adultos brindaban con el cóctel típico: guaro artesanal mezclado con nances fermentados preparado con antelación. Los niños no recibían tantos juguetes como ahora.
Como mi hermana y yo habíamos pedido al Niñito muñecas de pasta, a nuestro padre se le ocurrió encargar dos originales muñecas de trapo para darnos la sorpresa. El 24 de diciembre nos acostamos temprano para que el Niño pasara. Aquel 25 de diciembre, despertamos a las 5 de la mañana con la ilusión de descubrir las muñecas soñadas. Sin embargo, al pie de las camas encontramos las muñecas de trapo. ¡Qué tremenda desilusión! ¡Creímos inocentemente que el Niñito se había equivocado! No nos atrevimos a decir nada. Estábamos enojadas, tristes, desilusionadas. Mi hermana propuso que botáramos las muñecas para que el Niñito supiera que estábamos enfadadísimas. Fuimos al patio, a la letrina y tiramos las muñecas en el hueco… Al percatarse de lo sucedido nuestros padres no nos castigaron para no revelar que eran ellos quienes habían escogido las muñecas.