Los avatares del presidente colombiano Gustavo Petro para llevar adelante un programa de Gobierno que consiga no solo el silencio de las armas, sino el fin de la violencia social, constituyen una muestra de los obstáculos que enfrenta el progresismo latinoamericano cerca de terminar el primer cuarto de este siglo, para llevar adelante proyectos de cambio que ni siquiera son radicales; apenas aspiran a lograr la justicia social y una vida más justa para las ciudadanías.
De forma desembozada, la derecha en el Parlamento conspira y capta votos de otras fuerzas para dejar sola a la coalición Pacto Histórico y su líder y mandatario. Sin mayoría en ninguna de las dos cámaras del legislativo, la alianza no puede lograr, sola, la materialización de los proyectos de ley necesarios para transformar mínimamente el país.
Todo ha sido obstáculos en sus años de mandato, para que no cristalicen desde reformas urgentes, como el avance en la titulación de tierras que profundice la precaria reforma agraria —algo que Petro acomete contra todas las banderas en una nación que tiene al latifundio entre las causas principales de la desigualdad y del nacimiento de la lucha armada—, pasando por la necesaria reforma de salud, entrampada todavía en el Congreso, entre otros proyectos a los que se suma la segunda reforma tributaria propuesta por el mandatario.
El proyecto, que debiera asegurar el presupuesto del año que viene, buscaba proteger a las mayorías, pues proponía impuestos a los juegos de azar, los autos híbridos y las emisiones de carbono, de modo de no tocar los programas gubernamentales que han logrado disminuir la pobreza en un diez por ciento en el campo, y en un ocho por ciento en las ciudades.
Todo ello deja ver, como otras veces en la región, el doble filo y la hipocresía de las democracias representativas sobre las cuales transitan los proyectos latinoamericanos de cambio.
El golpe express contra Fernando Lugo en 2012, protagonizado por el Parlamento paraguayo bajo el disfraz de un juicio político, fue la primera evidencia de hasta dónde podía llegar la manera solapada de los poderosos y la derecha para defenestrar los cambios.
Luego, la democión ilegítima de la mandataria brasileña Dilma Roussef en 2016 por similar vía, y la asonada parlamentaria contra el presidente peruano Pedro Castillo, en prisión hace dos años y finalmente procesado por un juicio donde le piden más de 30 años por el mentiroso delito de rebelión, constituyen algunas muestras de esa labor contrarrevolucionaria que entorpece el avance del progresismo, entendido el vocablo «revolución» como transformaciones con énfasis social que ni siquiera tocan las bases de la economía, y nunca visto el término como movimiento armado.
Pero no se trata solo de obstaculizar las gestiones de los partidos antineoliberales y nacionalistas que llegan al Gobierno. A ello hay que añadir la manipulación de la justicia, que se colude con los golpes parlamentarios en el mismo uso de la mentira, y resulta más perverso porque no solo saca a los presidentes «incómodos» del poder; también destruye su imagen y los encierra.
El lawfare —como se conoce a la judicialización de la política— casi sepultó a Lula en Brasil y lo tuvo 19 meses preso, con lo que se impidió su candidatura a las elecciones de 2018 y se abrió vía al ultraderechista Jair Bolsonaro.
Mediante los mismos falseados procesos judiciales no se permite que Rafael Correa pueda retornar a Ecuador y liderar físicamente el movimiento Revolución Ciudadana, pues en ausencia fue juzgado sin pruebas y condenado a ocho años.
Así también planea la amenaza sobre Cristina Fernández en Argentina por causas que antes fueron sobreseídas debido a la ausencia de pruebas, y ahora son reabiertas. Esa persecución cobra fuerza desde que la exmandataria, ya condenada en una de esas causas, ha sido elegida presidenta del hoy opositor Partido Justicialista, lo que pudiera seguir ensanchando su liderazgo de manera peligrosa para el desgobierno en el poder.
Esa política judicializada es la que ronda ahora también en torno a Gustavo Petro, lo que puede resultar más grave que las catapultas antepuestas a su gestión.
La posibilidad de que se instaure un juicio contra su figura por acusaciones no sustentadas de haber excedido las cuotas permitidas de uso de dinero en su campaña presidencial, pudiera frustrar la continuación de su mandato.
Hay motivos para sospechar del carácter oportunista de los cada vez más frecuentes señalamientos que pretenden imputarlo. Desde hace un año, su hijo mayor, Nicolás Petro Burgos, está en proceso luego de haber aceptado, presuntamente, que recibió dinero de un exnarco y de empresarios de dudoso historial, y de usar parte de ese monto para la campaña presidencial de su padre sin conocimiento de este, quien ha dado vía libre al ejercicio fiscal para que haya transparencia.
Más recientemente también se ha puesto en tela de juicio la integridad de Nicolás Alcocer, hijo de su esposa e identificado en los medios como «hijo adoptivo» del mandatario, a quien se acusa de haber ejercido presiones sobre la directiva de una hidroeléctrica para favorecer con contratos millonarios a dos empresarios, saga a la que también se vincula al titular de la firma Ecopetrol.
En los días recientes, exministros que ocuparon carteras durante Gobiernos anteriores también han vertido acusaciones que pretenden ligar a altos funcionarios cercanos a Petro con hechos de corrupción.
En medio de esa literal olla de grillos, llama la atención que un informe del Departamento estadounidense de Estado, fechado el pasado 22 de abril, y que supuestamente se refería al respeto a los derechos humanos en Colombia, incluyera un apartado que tituló Corrupción en el Gobierno, donde menciona «el caso» de Nicolás Petro y al hermano del mandatario, señalado por supuestos sobornos, en tanto apunta con relación a los derechos humanos que «no hubo cambios significativos en la situación durante el año».
La última aseveración parece, cuanto menos, mal intencionada, si se toma cuenta que algunos meses después, en octubre, Colombia fue incluida por primera vez como miembro del Consejo de Derechos Humanos de la ONU con el voto favorable de 175 naciones, lo que puede entenderse como un respaldo al primer Gobierno de esa nación que asume «con la manga al codo» el desafío de acabar la violencia, pese a los retos que aún enfrenta en ese propósito de obtener, de manera negociada, la desmovilización de todos los grupos armados irregulares que por décadas han asolado al país.
Gustavo Petro ha reiterado la denuncia formulada en octubre de que está en marcha un golpe parlamentario contra su gestión y contra el Pacto Histórico.
Hace unos días, el Consejo de Estado, identificado como máximo juez de la administración pública, negó el pedido de tutela formulado por el Presidente para sacar de las manos del Consejo Nacional Electoral (CNE) las investigaciones en torno a su acusación —dos años después de las elecciones— de que la campaña presidencial de Petro excedió el tope de gastos.
Al argumentar la petición, sus abogados habían advertido, entre otras alertas, que las indagatorias pudieran tener repercusiones más allá de una sanción administrativa e implicar la pérdida de la presidencia.
En su opinión, el proceso utiliza mecanismos administrativos para debilitar la legitimidad del mandatario, lo que implicaría un golpe de Estado indirecto, advirtieron.
Pocos días antes, el Congreso también había frenado un proyecto de reforma política que buscaba, entre otros objetivos, la elección popular de los miembros del CNE.
Petro, quien más de una vez ha hablado sobre la posibilidad de convocar a una Asamblea Constituyente, no parece contar medianamente por ahora con las condiciones necesarias para ello, en medio del vendaval desatado en su derredor y las presiones de que es blanco.
La movilización popular ha sido mencionada por él, desde hace meses, como una forma de que el electorado defienda el voto que le dio en las urnas, respaldo que más de una vez se ha visto en las calles durante su mandato.
Sin embargo, encuestas recientes insisten en una alegada pérdida de popularidad del Presidente, a cuya gestión adjudican un respaldo que habría decrecido.
En medio de tantas manipulaciones en su contra, cualquiera pudiera dudar de la legitimidad de esos sondeos.
De todas formas —y en cualquier caso—, una eventual disminución del respaldo sólido de casi 60 por ciento de los sufragios con que fue electo, sería otra consecuencia del lodo que los sectores entronizados por décadas en las altas esferas del poder de Colombia, quieren arrojar sobre su imagen.
…Y esa es otra manera de propiciar el golpe.