Comparar el destino de Cartago con los riesgos que afronta la Unión Europea sería pasarse de estupendo. Puede hablarse, sin embargo, de un factor común: el enfrentamiento interno entre dos proyectos opuestos
Cartago cayó hace 2.171 años. La ciudad que habían fundado los fenicios, y que había crecido hasta convertirse en un poderoso imperio que rivalizaba con Roma, desapareció. Su población fue exterminada por los romanos, en lo que podría considerarse el genocidio más perfecto que ha conocido la humanidad.
La tragedia de Cartago había comenzado mucho antes de la tercera y definitiva guerra púnica, y había comenzado desde dentro: la oligarquía que dirigía el imperio estaba dividida en dos frentes radicalmente opuestos. Un bando propugnaba la expansión comercial y, por tanto, un ejército capaz de proteger a la flota mercante y de enfrentarse a los rivales romanos. El otro bando estaba compuesto por grandes terratenientes que aspiraban a mantener sus inmensas fincas norteafricanas y a alcanzar algún tipo de paz, aunque incluyera la sumisión, con Roma.
Cuando los terratenientes se impusieron y expulsaron a los comerciantes-militares, encabezados por el clan Barca, se rindieron ante Roma. Pero Roma exigió como condición que Cartago fuera destruida por los propios cartagineses. Entonces volvieron los Barca y se organizó una defensa feroz, finalmente inútil, frente a las tropas de Escipión Emiliano, que pasaron meses conquistando casa por casa. Cartago fue borrada del mapa.
Comparar el destino de Cartago con los riesgos que afronta la Unión Europea sería pasarse de estupendo. Puede hablarse, sin embargo, de un factor común: el enfrentamiento interno entre dos proyectos opuestos. Uno, más o menos socialdemócrata, cosmopolita, comercial, teóricamente pacifista (bajo el paraguas de la OTAN) y supuestamente humanista, ha predominado hasta ahora. Otro, nacionalista, propenso al proteccionismo y a la xenofobia, está en auge.
El año que va a empezar, 2025, será crítico para la Unión Europea. Y llega bajo las circunstancias más adversas. Los peligros pueden agruparse en dos frentes.
Donald Trump vuelve a la presidencia de Estados Unidos con la amenaza de imponer aranceles a las importaciones (hasta un 25%, dice) y con la exigencia de que cada socio de la OTAN destine el 5% de su presupuesto a gasto militar. Desde el punto de vista de Washington, esa actitud puede resultar a corto plazo justificable. Estados Unidos es el mayor consumidor mundial y de su mercado dependen las exportaciones europeas. También es el mayor fabricante de armas. Una guerra comercial con Estados Unidos, combinada con un drástico aumento en los gastos militares (ahora pocos países de la OTAN llegan a destinar el 2% a ese renglón), supondría para la Unión Europea una crisis de alcance imprevisible.
Combinada con la previsible presión de Trump, y con la metódica expansión comercial y estratégica de China, aparece la coyuntural (o definitiva, veremos) fragilidad política de la Unión Europea.
Su principal potencia económica, Alemania, tontea con la recesión y está pendiente de elecciones. El segundo pilar, Francia, no consigue controlar su deuda pública y tiene un presidente, Emmanuel Macron, cuyo proyecto tecnocrático-conservador puede darse por naufragado. El tercer país por importancia, Italia, luce un gobierno de ultraderecha. Y en España, con buenos datos macroeconómicos, el gobierno atraviesa una fase de graves turbulencias.
La propia Comisión, presidida por una Ursula von der Leyen que repite mandato como mal menor y se inclina hacia posiciones xenófobas (con la absurda idea de los campos de concentración para inmigrantes, ya fracasada en Italia), es un elemento de fragilidad. A todo eso hay que añadir la guerra en Ucrania.
El segundo frente es el de la injerencia extranjera. En los últimos años ha sido el presidente ruso, Vladimir Putin, quien ha fomentado la desinformación a través de las redes sociales y ha hecho todo lo posible por influir en distintas elecciones. La última, en Rumanía. También, a través de gobiernos europeos que simpatizan con Moscú (Hungría ofrece el ejemplo más claro), juega a dividir la UE.
Ahora es el magnate más rico del mundo, Elon Musk, que parece tutelar desde su imperio tecnológico el segundo mandato de Donald Trump, quien entra en juego. Musk ya ha anunciado su apoyo a la ultraderecha alemana de AfD y está considerando un respaldo masivo a Reform, el partido trumpista fundado por Nigel Farage que protagonizó el Brexit. Según el propio Farage, Musk podría proporcionarle hasta 100 millones de dólares. A través de su red X, antes Twitter, y del perverso algoritmo con que se distribuyen los mensajes, Musk patrocina la “guerra cultural” de la ultraderecha internacional y azuza los peores fantasmas europeos.
2025 será un año interesante.