Antes de dedicarse al periodismo, Jon Lee Anderson ya era un nómada. Cuando cumplió 18 años se dio cuenta de que para entonces había vivido en nueve países y, hasta la fecha, su itinerancia global no ha dejado de agudizarse. Por eso este hijo de un diplomático y de una escritora se siente en casa donde sea. Ahora ha llegado a Madrid, pero la semana pasada estuvo en Londres, dentro de dos días se va a Miami y luego parte hacia São Paulo. Hace un mes estaba en Buenos Aires, haciendo un retrato del primer año de gobierno de Javier Milei, que acaba de publicar en su revista, The New Yorker. El político ultra, dice, le recordó a Alex, el personaje psicótico de Naranja mecánica. Fue a entrevistarlo al despacho presidencial de la Casa Rosada y, al terminar, Milei le regaló y dedicó uno de sus libros con los detalles de sus “acciones libertarias”. Antes de irse, recuerda, el hombre que pretende acabar con el Estado keynesiano le preguntó si quería sacarse una foto con él, “como todo el mundo”. Jon Lee no se lo pensó y declinó el ofrecimiento.Si el periodista gringo más latinoamericano está en esta villa y corte es para presentar un par de gruesos volúmenes con los que él y su editorial pretenden resumir cinco décadas de carrera. Se trata de sus mejores crónicas y perfiles, agrupados bajo el provocador título He decidido declararme marxista (Debate). La contundente frase la escribió en su diario cuando tenía 13 años. A esa edad le parecía que sólo los marxistas eran los que ponían el pecho en las guerrillas de la época y, por ello, merecían todo su respeto y admiración. Pero él, en realidad, nunca se comprometió con esa filosofía. Todo fue cosa de la adolescencia aunque, hace poco, al hacer un balance de su trayectoria, se dio cuenta de que buena parte de sus coberturas periodísticas han sido sobre guerras en las que casi siempre estaban implicadas personas que creían en las ideas del barbudo alemán.En el prólogo del libro, su colega y amigo David Rieff (hijo de Susan Sontag) lo define como un periodista para periodistas, “un modelo de buen hacer, el que recomendaría estudiar con especial esmero a los jóvenes que acaban de iniciarse en la profesión”. Yo, por supuesto, estoy completamente de acuerdo. De hecho, por eso hace casi dos décadas me apunté al taller que solía impartir en la Fundación Gabo y recuerdo esos intensos días como una sucesión de deslumbrantes lecciones. La verdad es que luego ni yo ni la mayoría de mis compañeros pudimos aplicarlas (somos la generación desechada), pero quién nos quita lo bailado. Tal vez sabedor de que hay algunos que acusan a Jon Lee de “sectario”, Rieff destaca que su amigo posee el mayor talento de un reportero: mantenerse siempre receptivo. También, enfatiza, en su constante ejercicio de inmersión en el núcleo del poder siempre actúa “como un testigo y no como un fiscal”. Lo sorprendente, concluye, es que en los últimos años nos ha contado realidades terribles y, sin embargo, es un hombre que sigue teniendo fe en el mundo. A Jon Lee suelen compararlo con Egon Erwin Kisch y con Ryszard Kapuscinski. Quizá se refieran a que, como ellos, es un viajero empedernido y a que, también como ellos, en el tiempo que le ha tocado vivir se ha encargado de radiografiar las relaciones entre violencia política y poder. Al igual que Kisch, Anderson ha cubierto varios conflictos armados. Al igual que Kapu, Anderson ha perfilado a temibles dictadores (vean sus magistrales trabajos sobre Pinochet o Gadafi). A mí me parece, además, que su estilo al reportear y escribir es singular, impregnado de un rechazo constante hacia la injusticia social y hacia el imperialismo de su país. Guardo en mi memoria cuando en una de sus clases nos contó que se ilusionó con la revolución sandinista de Nicaragua, pero que después se dio cuenta de que los vencedores llevaban a cabo sus propias injusticias en nombre del marxismo-leninismo, un dogma que muy pocos de los vencedores entendían.En esta ocasión, de paso por Madrid, ha lamentado tener que padecer lo que se avecina: la versión 2.0 de Donald Tump, “alguien que está incluyendo en su gabinete a un misógino, un racista, un antivacunas y al que ya sólo le falta poner un terraplanista en la NASA”. Son tiempos difíciles y, ante ese panorama, el periodismo como el que él practica y enseña es más necesario que nunca.AQ