El tío Juan —esposo de tía Rocío, hermana de mamá— nunca le cayó bien a nadie. Y eso que en la familia intentábamos verlo en su mejor versión. Sus comentarios fuera de lugar, su sonrisa chimuela y el agrio olor de sus axilas, nos obligaba a limitarnos a darle un tímido saludo, siempre lo más rápido posible. Esa Navidad, de acuerdo con el tradicional sorteo, a mi hermana Sabina le tocaba entregarle su regalo, que incluía desde luego un fuerte abrazo. Durante quince días la torturamos con nuestras burlas, pero de nada sirvieron sus súplicas: esperábamos con ansia el momento del intercambio, la mayor emoción navideña desde que Santa Claus dejó de aparecer por nuestra casa. Queríamos verle la cara a Sabina cuando abrazara al tío Juan.Para nadie era un secreto que mi tía Rocío se encargaba de mantener a su familia. Mi abuela, que nunca estuvo de acuerdo con su boda, parecía disfrutar recriminándole su decisión: que si tal negocio no pegó “era su culpa por no poner a ese güevón a trabajar”; que si mi prima María se enfermaba de gripa “era responsabilidad del idiota de su padre por subir a la niña sudorosa a la moto después de sus clases de gimnasia”; que “cómo adoptaban un perro si apenas tenían lo suficiente para irla pasando”. Era la cantaleta de todos los días.***La cena se servía a las nueve y media en punto y los regalos se abrían a las doce. Todos los años el mismo programa, la misma comida, la misma plática, la misma casa: la de la abuela, quien se adueñaba de la charla y volvía a contarnos sus historias de juventud y recuerdos con el abuelo. Si no fuera por el típico “tal vez este sea su último año”, desde hace mucho me hubiera limitado a pasar solo a darle un abrazo. Llevaba diez años asistiendo a su última Navidad.De niña fui muy unida con mi prima María, solo había un año de diferencia entre nosotras. Una tarde, al poco tiempo de la muerte de mi madre, mientras peleábamos por el control de la tele, mi prima salió volando de la cama y se abrió la ceja al estrellar su cara contra la esquina del buró. Yo no salí ilesa, pero mi herida era leve. Intenté consolarla… la sangre escurría por su rostro hasta el edredón blanco preferido de la abuela.—¡Suéltame! ¡Pinche huérfana marimacha! —me gritó.—¡Marimacha lo serás tú, idiota!No terminé la frase; la tía Rocío apareció y María inventó que yo la había empujado contra el mueble. Ante tanta sangre fue inútil cualquier defensa.Al cabo de un rato mi papá fue por mí, molesto. Sin preguntarme nada, soltó:—Nunca mides las consecuencias. Pareces un animal, no sabes convivir. Mañana mismo vas a pedirle una disculpa—dijo, alterado.—¡Yo ni siquiera quería estar con ella! Además me dijo...—No importa qué te haya dicho. Nada es motivo para golpearla.—No fue así...Preferí callar porque con cada frase, el rostro de mi padre enrojecía más. Conocía perfectamente las cachetadas con las que acostumbraba a sellar estas conversaciones.Al día siguiente, mientras me llevaba en el auto para ofrecer las disculpas, dijo:—No puedes seguir así. Sé que estás enojada por lo de tu mamá, pero no es culpa de nadie. ¿Para qué te pago tanta consulta con la psicóloga si luego sales con estas cosas? ¡Esas chingaderas ni sirven para nada!Tuve que aguantarme las ganas de llorar. Estaba furiosa. Si mi papá no era capaz de entender el lenguaje de las palabras, mucho menos el del llanto. Fijé la mirada en la ventana durante todo el camino.—Quita esa cara —escuché cuando descendí del coche.—Es la única que tengo —dije, lo más bajito que pude. Si me oía, nadie iba a salvarme de la bofetada que tenía guardada. ***—No te preocupes. Ha de ser difícil vivir sin tu mamá.Esa fue la respuesta de María a mis disculpas carentes de arrepentimiento. Desde entonces, comencé a rechazar sus invitaciones. Si veía su número en el identificador de llamadas, no contestaba. Si sabía que iba a pasar ese fin de semana con la abuela, me iba con la otra abuela.***Pero ahí estábamos esa Navidad, juntas, como si nunca hubiera sucedido nada. Cuando terminamos de cenar, salí a fumar porque necesitaba contestar un mensaje, y nada más bastaba con mostrar el celular para recibir un sermón acerca de la importancia de la convivencia familiar. Sobre todo en esa fecha “tan especial”.Apareció María, sacó un cigarro y me pidió el encendedor. No sabía que fumara. Del tío Juan, ni sus luces. Según mi tía, “solo iba a hacer unas entregas porque había entrado a Didi y era un día muy bueno en pedidos y propinas”. El tío llamó a las once y dijo que le era imposible llegar.—Menos mal que no lo esperamos para cenar —soltó la abuela, entre risas en la mesa. —Qué suerte tienen las que no se bañan —dijo mi hermano Javier al aire, sin que nadie más que mi hermana y yo entendiéramos el comentario.Abrimos los regalos. A Javier le habían dado una botella de Jack Daniel’s que más tarde, cuando los demás se fueron a dormir, nos tomamos entre los tres mientras jugábamos cartas en la sala, donde decidimos acampar, como cuando éramos chiquitos. A las siete de la mañana, con el sol iluminando la sala, escuchamos a la abuela bajar por la escalera.Por molestar, envalentonada por los resabios del whisky, dije:—Oye, abue, que Sabina quiere darle el regalo a mi tío.—En el panteón será, porque ni para escoger día para morirse fue bueno ese güevón.AQ