El célebre anuncio nos demuestra, año tras año, en el cameo y el comentario, la transversalidad ideológica del producto: el mainstream de la izquierda española que, más que “caviar”, calificaría de “izquierda Campofrío”
Caído el rey Juan Carlos, parece que lo único que todavía nos une a los españoles, lo único que nos hace olvidar por unos momentos nuestras irreconciliables diferencias políticas, regionales, sociales y generacionales, es el anuncio navideño de una marca de carnes procesadas. No importa que nadie sueñe con su jamón cocido insignia durante las fiestas navideñas: por alguna misteriosa razón, próximas las Navidades, somos llamados a contemplar el anuncio de esta multinacional que se arroga el deber de comentarnos el año en España. La nómina de directores del spot navideño de Campofrío impresiona: Isabel Coixet, Álex de la Iglesia, Daniel Sánchez Arévalo... El anuncio en sí suele ser un desfile de cameos, una verdadera enciclopedia de celebrities del sector audiovisual y de otros. No contentos con poder comprar a casi cualquiera de los vivos, el spot de 2024 resucita a personajes de la historia de España como Isabel la Católica o Francisco de Quevedo, intrigados por saber qué se ha perdido de la España costumbrista que recuerdan mientras comparten jamón cocido...
Cualquiera diría que la marca sabe dar buen uso a los euros del contribuyente europeo, por más que lleve años de pérdidas. Millones de la PAC, Política Agrícola Común de la UE, terminan en una empresa con seis mataderos y una afición por contratar famosos para publicidad. Pero, ante todo, el célebre anuncio nos demuestra, año tras año, en el cameo y el comentario, la transversalidad ideológica del producto: el mainstream de la izquierda española, más que “caviar”, calificaría de “izquierda Campofrío”.
El lema del primer spot navideño, en 2011, era una declaración de intenciones: “Que nada nos quite nuestra manera de disfrutar de la vida”. En anuncios posteriores se volvió más agresivo: “Que nada ni nadie (...)”. El eslogan actual de la multinacional (propiedad del grupo mexicano Sigma, perteneciente a su vez al conglomerado Alfa) no difiere en lo esencial: “Saber disfrutar, que nada nos lo quite”. Aparentemente, enamorados de las chacinas, tenemos que estar en guardia ante cualquiera que cuestione nuestra “manera de disfrutar de la vida”.
Cierto que los españoles, que tan árabes y tan buenos árabes fuimos, podemos mostrarnos singularmente desconcertados ante la existencia de poblaciones que se abstienen del cerdo, que es una de las carnes más detestadas por nuestra especie humana, desde quizá el Antiguo Egipto hasta dos de las tres religiones con más seguidores en la actualidad (islam e hinduismo). El porcófilo tiene, pues, un poquito de antropología pendiente. Sus muestras de pasmo y regodeo son cansinas y trilladas, y se repiten desde hace siglos; basta mencionar que, hace unos meses, la afición de la selección española “celebraba” a un futbolista musulmán gritándole que coma jamón.
Seguimos luchando por expulsar mentalmente al moro y al judío, como si no quedara ya claro, como si no hubiéramos sustituido esa diversidad histórica de culturas por un catolicismo supremacista y una piara de cerdos que hoy superan en número a los humanos. Como si hicieran falta anuncios navideños que lamentan el kebab y convierten el jamón de York en un símbolo antiglobalización... En otro tiempo, judíos y musulmanes conversos tenían que exhibir en público su consumo de embutidos (¿quizá por esto nadie puede decir que no a un cameo para Campofrío?) y la manteca de cerdo pasó a ser un medio para exorcizarlos, empleada como grasa de cocina, conservante o infiltrada en inocentes productos pasteleros. Uno de los dulces más morunos de la península, los alfajores andaluces, empieza a incorporar manteca en recientes versiones industriales. La Reconquista continúa.
Dicho lo cual, a día de hoy el racismo y la islamofobia solo se exhiben abiertamente en submundos como el del fútbol, que en 2023-24 va camino de ser el deporte más retrógrado de España a este lado de las peleas de gallos. El coro de escarnio prefiere dirigirse, en las últimas décadas, hacia los vegetarianos o veganos: ellos son el verdadero reto, el verdadero “grano en el culo”, agravado por el hecho de que esgrimen argumentos seculares y aun ecológicos, frente a los mandatos celestiales de unos dioses u otros (aunque en la impureza del cerdo los dioses suelen coincidir). Ellos ponen rostro a ese misterioso ALGUIEN que, según los anuncios de Campofrío, tiene el potencial de quitarnos “nuestra manera de disfrutar de la vida”.
Tras ponernos a la defensiva contra quienes pudieran arrebatarnos nuestra idiosincrasia de disfrute charcutero, Campofrío Food Group pasó a la ofensiva. En un anuncio de 2008 nos presentaba a una familia de vegetarianos sectarios y supersticiosos, acomodados pero desaliñados, que solo comen lechuga, apio y semejantes. El hijo los convence para probar carne por una vez (“A mí nadie me ha preguntado que si quiero ser vegetariano”) y terminan “convirtiéndose” a las carnes procesadas de Campofrío, introduciendo así en su dieta carcinógenos de grupo 1.
Jipis, antisistema, gente extraña... ¡Dignos del carcajeo! La misma risa y parecidos tópicos a los que se usaban en la época de Franco para los vegetarianos naturistas que sobrevivieron a la guerra civil, por preservar su antipódica “manera de disfrutar de la vida”. Pues el vegetarianismo tiene una larga tradición en España, interrumpida por la guerra y ausente de la cultura de la Transición: para entonces ya éramos todos Campofrío.
Por extraño que parezca, a menos de una década de aquel spot burlesco, la multinacional promocionaba una gama de productos llamada Vegalia, abanderada del “no tener etiquetas”. Saludada como un paso atrás en la cruzada antivegetariana de Campofrío, en realidad los protagonistas de su publicidad son no vegetarianos, e incluso insisten en ello con una actitud característicamente defensiva, lo que sugiere que está pensada originalmente para flexitarianos o simples curiosos, gente “sin etiquetas” (pese a que el nombre pudiera sugerir vegano, muchos de los productos sustituyen la carne por huevos y lácteos).
Para el lanzamiento en 2022 de unos nuggets de pollo 100 % vegetales de Vegalia, la marca, fiel a su estilo, contó con una interpretación exclusiva de Fran Perea, quien cantó su confusión ante la semejanza de sabores entre este preparado de pollo vegetal y el pollo de macrogranja que casi exclusivamente se consume en España. El título del anuncio era “Emosido engañado”, en referencia a una pintada viral durante años, que resultó estar en un muro de Alcalá de Guadaíra. Título jovial y risueño, por parte de una empresa que sabe tomarle el pulso a la sociedad española, que sabe hacernos reír, llorar y pringarnos la barbilla, hasta que, como siempre ante esta clase de afirmaciones, uno se pregunta engañados por quién.