España seguirá siendo una isla en el continente europeo en relación con la jornada laboral, con el número de horas extra sin pagar en máximos y con una propensión al lacayismo de una parte sustancial de los trabajadores de este país
El debate sobre las bondades de la reducción de la jornada laboral en España está costando que se abra camino entre tanto ruido mediático sobre supuestas corrupciones y con la judicatura en pie de guerra contra el presidente del Gobierno y su familia.
Esta aparente apatía social sobre un tema crucial de nuestras vidas ratifica la evidencia de la escasa apetencia de una sociedad muy desregulada por las luchas laborales. Hay una creencia generalizada sobre la inocuidad de las luchas sindicales en la consecución de los derechos laborales que hoy disfrutamos, como pueden ser la jornada laboral de ocho horas (teórica), las vacaciones pagadas, el pago de las bajas laborales, la abolición del trabajo infantil o la esclavitud, o las conquistas, todavía muy escasas, sobre conciliación y permisos para cuidados.
La progresiva atomización de las relaciones laborales, lo que en el límite supone negociar de forma individual con tu empleador, está siendo un factor clave para entender la pérdida progresiva del poder de negociación de los trabajadores que se viene traduciendo en el mantenimiento de bajos salarios, horas extras sin cobrar y abusos en la contratación en algunos sectores, como los riders, la agricultura o las empleadas de hogar.
Esta reducción de la densidad sindical, muy propia de economías de servicios de bajo o medio valor añadido, lejos de ser una conquista del liberalismo más irracional, es el triunfo del discurso antipolítico y antisindical que ha calado de lleno en la sociedad española, sin que los ciudadanos, los verdaderos perjudicados, se hayan sentado a reflexionar sus dramáticas consecuencias. Les guste o no a los supuestos gurús económicos que dominan la academia en España y alrededores, una economía sindicalizada obtiene mejores resultados económicos, mayores dosis de paz social y sobre todo un grado de reparto de la renta nacional más equitativo.
Los panfletos que asolan los libros de texto y las clases, supuestamente magistrales, en la mayoría de las facultades de economía y finanzas tratan de convencer a las nuevas generaciones de las bondades de la desregulación absoluta de las relaciones laborales, aunque los resultados empíricos digan lo contrario. Esta contracultura también se enseña en las escuelas de negocios, de las que luego salen empresarios del siglo XIX, como la cabeza visible de la CEOE, Garamendi.
Este anacronismo es particularmente llamativo en las discusiones, escasas y viscerales, más propias de una cena de navidad que de una sociedad madura, sobre la reducción de la jornada laboral. En España, la jornada máxima legal sigue anclada en las 40 horas semanales desde la publicación del actual Estatuto de los Trabajadores, cuya redacción data casi de la era postindustrial y previa a una economía de servicios y de plataformas, movidas por un algoritmo. En esta travesía desde aquellos años 80, la economía española ha transitado hacia un modelo de sociedad más individualista, pero curiosamente, más permisiva para con los abusos laborales. La precariedad laboral, la llegada de millones de inmigrantes, la ausencia de proyecto vital para millones de jóvenes, y la falta de escrúpulos empresariales y políticos para con las necesidades de cuidados personales y familiares, arrojan evidencias suficientes para acometer entre todos un cambio drástico en las relaciones laborales, en el tiempo efectivo de trabajo y, por tanto, en el cómputo real de la productividad en una economía cuasidigitalizada.
Las propias discusiones académicas sobre el impacto de la reducción de jornada en la productividad y en los costes laborales suenan antiguas y más propias de guerras culturales entre facciones de la excéntrica y obsoleta Teoría Neoclásica de los años 70. Hay múltiples evidencias de que la reducción de la jornada laboral precisamente estimula la productividad, cuyo componente emocional no aparece en los modelos matemáticos diseñados por hooligans sin base científica. La propensión al presencialismo en el puesto de trabajo solo se defiende en España desde posiciones muy reaccionarias que no asumen que la felicidad y el bienestar de un trabajador es precisamente lo que mejora el desempeño laboral, frente al hostigamiento y el agotamiento que degenera en graves problemas de salud física y mental. De nuevo, los agentes que desprecian las bondades de la reducción de jornada laboral, en esencia la CEOE y sus lobbys mediáticos, junto a centros de pensamiento único, son los que más cuestionan el problema del absentismo laboral o la abundancia de bajas laborales, tratando de meter el miedo en e cuerpo a trabajadores para que no cojan la baja, bajo amenazas de perder el puesto de trabajo. En este punto, cobra mas sentido aún, el problema de no estar sindicado, dado que, por tu cuenta, es imposible defenderse de las brunetes mediáticas, políticas y académicas que han logrado ganar el relato sobre el carácter de vagos y maleantes de todos aquellos que se atreven a coger bajas de corta o larga duración.
En el largo proceso negociador, la CEOE ha ido poniendo todo tipo de pretextos para no firmar el acuerdo, a pesar de que muchos convenios ya tienen horarios de trabajo en el umbral de las 37,5 horas, e incluso por debajo. El argumento de incrementos de costes, cuya evidencia no es concluyente en muchos sectores, e incluso podrían darse el caso de que se redujese el coste efectivo, solo esconde la frustración que llega a la CEOE de que gran parte del arco parlamentario, la sociedad en general y muchas evidencias empíricas están a favor de una medida que, junto a algunas partes de la reforma laboral, y al alza del SMI ha propiciado una mejoría en los segmentos más débiles de la cadena laboral. Esta reducción, además, mejoraría sustancialmente los salarios a los trabajadores a tiempo parcial, los más necesitados, lo que añadiría una mejoría en las condiciones de vida de más de dos millones de trabajadores.
El Gobierno ofreció en el dialogo social un periodo de transición con ayudas públicas para empresas muy pequeñas, lo cual haría más digestible la matriz de transición entre dos escenarios que, salvo en casos muy puntuales, no deberían estar abismalmente separados. A pesar de esta generosidad, la p⁸atronal declinó el acuerdo, básicamente por imposición política de la derecha política y mediática, para no darle más oxígeno al maltrecho presidente Sánchez.
En suma, es la dirección causal entre salarios, reducción de jornada y productividad lo que separa a estos dos universos teóricos. Por un lado, los neoclásicos del pleistoceno abogan porque primero viene el incremento de la productividad, y ya si eso subimos salarios o reducimos jornada, pero solo si me apetece. Por otro lado, están los que han podido demostrar que la dirección es la contraria, es decir, si subo los salarios y reduzco jornada, los trabajadores serán más productivos. Esa teoría se llama Salarios de Eficiencia, y no está impulsada por pérfidos comunistas, sino por economistas como Akerloff o Yellen.
El último escollo para la no reducción de la jornada laboral ha surgido del mundo socialista, que, ante las presiones de las grandes corporaciones, ha empezado a recular y propone posponer la entrada en vigor de esta medida, más que nada para contentar al flanco más conservador que anida en el PSOE y que suele salir a pasear cuando los trabajadores están cerca de conquistar un nuevo derecho.
En resumen, España seguirá siendo una isla en el continente europeo en relación con la jornada laboral, con el número de horas extras sin pagar en máximos, y con una propensión al lacayismo de los trabajadores fruto del bombardeo informativo que ha vaciado de contenido el cerebro a una parte sustancial de los trabajadores de este país. Al mando sigue estando la CEOE, institución poblada por poco empresario real y con una mentalidad de corte autoritaria e irracional que impide los avances sociales básicos en España. Así nos va.