El canciller Olaf Scholz ha perdido la moción de confianza que se presentó en el parlamento y su gobierno de coalición, que llevaba semanas roto tras haber expulsado a los liberales, ha caído. El final ha sido menos heroico y más ruidoso que lo que se esperaba en diciembre de 2021, cuando Scholz tejió un gobierno tricolor de socialdemócratas, verdes y liberales. Al final, las diferencias de criterio sobre el gasto público, el déficit y la deuda entre los socios, donde el afán manirroto del centro-izquierda se estrelló con la ortodoxia de los liberales de Christian Lindner, hizo que Scholz perdiera la paciencia y expulsara del ejecutivo a estos llamándoles traidores y desleales. Debajo de todo este ruido y navajazos, hay una crisis existencial que ya no se puede ocultar. La Alemania próspera, innovadora, políticamente moderada y socialmente cohesionada que ha sido un ejemplo para Europa ha dejado de existir. El destino ha querido que esta crisis, que obliga a celebrar elecciones el próximo 23 de febrero, coincidiera con el lanzamiento de las remembranzas de Angela Merkel tituladas 'Libertad'. La excanciller abandonó el poder en 2021 y dejó el campo abierto para que Scholz, su ministro de Finanzas, ganara las elecciones con el mejor resultado obtenido por los socialdemócratas desde 2005. En estos cuatro años desde que se marchó Merkel los cambios han sido tan profundos que los críticos literarios han rebautizado sus memorias con el título que Stefan Zweig eligió para las suyas: el mundo de ayer. Y gran parte de estos cambios se han debido a decisiones tomadas por la dupla Merkel-Scholz. Entre ambos entregaron la independencia energética de Alemania a Vladímir Putin, a pesar de las reiteradas advertencias de EE.UU. Los dos apostaron por el dogmático cierre de las centrales nucleares. Y Merkel, aunque luego rectificara tibiamente, fue quien abrió las puertas a un millón de refugiados sirios en 2016. Scholz fue de los primeros en advertir que la agresión de Putin a Ucrania iba a dejar a su país baldado. Tres días después de la invasión pronunció el famoso discurso 'Zeitenwende' (cambio de era) en el que definía con claridad los desafíos. Los tiempos en que la energía barata permitía competir con China en los mercados globales mientras el país se protegía bajo el paraguas defensivo de EE.UU. habían llegado a su fin. A pesar de una reacción inicial extraordinariamente eficaz, que evitó un colapso del país por el corte del gas ruso en medio del invierno, el canciller demostró que no tenía la capacidad para administrar las reformas necesarias. No se entiende que Alemania haya seguido adelante con el sinsentido de cerrar sus plantas nucleares en una coyuntura tan desfavorable, como no se entiende que haya permitido que la Unión Europea haya abocado a la ruina a su poderosa industria del automóvil. Ojalá los políticos trasladen estas cuestiones a los votantes en las próximas elecciones. Hay intelectuales que creen que lo que le ocurre a Alemania es una crisis de confianza. Subestiman la profundidad de un problema que no es sólo económico. Hoy, uno de cada cuatro votos van a partidos extremistas como Alternativa por Alemania (AfD) o la izquierdista Alianza Sahra Wagenknecht. Ambas formaciones son antieuropeas, antiinmigrantes y prorrusas. Cuando reinaba la prosperidad, esas cuestiones apenas se discutían. Hoy, en cambio, los partidos centrales, como el SPD o la CDU, están dispuestos a retorcer las instituciones que les han dado prestigio, como su regla de gasto, con tal de contentar a los votantes. Europa y el mundo están muy pendientes de la forma en que Alemania decida resolver su crisis porque el destino democrático del continente y su prosperidad dependen de ello.