La Real Academia Española está que se sale, acaba de presentar más de cuatro mil modificaciones en la nueva versión del Diccionario. Está pretendiendo, a mi parecer, un coloquialismo generalizado lejos de los academicismos que vino preconizando a través de sus cuatro siglos de existencia. Hablamos cada vez peor y los oídos más sensibles sangran de oír lo que se oye, lo mismo que los ojos sangran también -o lloran sangre-, de leer lo que se escribe. Ahora, lejos de las ideas de su primer director, el Marqués de Villena, que allá por 1650 pretendía limpiar, brillar y dar esplendor a la lengua, frase que hoy luce en las cristaleras de su edificio en la calle Felipe IV de Madrid, se incluyen no sólo anglicismos como espóiler (en inglés spoil significa revelar, estropear), cuando tenemos la palabra destripar, sino también dana, que corresponde al acrónimo de “depresión aislada de niveles altos”, o sea, lo que siempre hemos llamado borrasca, gota fría, galerna, etc. Luego tenemos otras dos que se sumergen profundamente en el lenguaje cheli, como yuyu o dedazo, que se expresan por sí mismas porque son coloquialismos de uso frecuente; rapear, fitness, nos sumergen nuevamente en el lenguaje anglosajón; script, que también, y un sinfín de términos sobre los cuales no sabemos muy bien qué opinarían Laín Entralgo, Julián Marías, Dámaso Alonso o Camilo José Cela. La calle está mandando más que los que se sientan en los sillones con su correspondiente letra (mayúscula y minúscula), a debatir y a conducir cada jueves del año cómo debemos hablar con corrección. Es probable que incluir todos estos vocablos sea respetar lo que manda el populacho y quizá debamos dejarnos guiar por los actuales “sabios”, que son quienes cortan el bacalao de nuestras palabras y del conjunto de nuestra bellísima y vapuleada lengua. Otro cantar es que estemos de acuerdo o no con las decisiones que se toman en la Docta Casa.