Una se da cuenta de que se va haciendo mayor por muchas cosas. Basta mirarse, aunque pongas poca luz en el espejo; basta que te miren, aunque no te digan con palabras lo que ven en ti. Pero hay una acción muy significativa de la que apenas se habla, cuando te vas haciendo mayor dejas de acumular cosas materiales. Al contrario, cuando eres joven necesitas guardar todo aquello que crees que llena tu vida.
Haces compras en los viajes, muchas fotos… incluso también necesitas guardar las experiencias. Hacemos álbumes, escribimos poemitas o relatos, archivamos carpetas. Y llega un día que te das cuenta de que no volverás a ver las fotos ni leerás lo que escribiste, y hasta te pesará el cofre de los «tesoros». Llega un día que descubres en el armario ropa sin estrenar y que, seguramente, ya no te sirve o no te gusta. Llega un día que los libros que coleccionaste amorosamente solo tienen un valor afectivo, pues la inmensa mayoría no volverán a ser abiertos.
Llega un día en que tienes que deshacer la casa de tus padres y no sabes qué hacer con tanto peso muerto. Llega un día, esto es más tarde, que solo buscas lo esencial: algo de ropa, comida, aquel radiador, dos fotos, cuatro libros… El tiempo no te permite recrearte largamente, pasa tan rápido con la edad, que si quieres vivir hay que descargar. Regalar los objetos, las ropas, los cuadernos en blanco, los libros leídos, las joyas… Desprenderte sin tardar de la gente que no te aporta tranquilidad y afecto cotidiano. Lo esencial es aquello que te da calorcito al alma y al cuerpo.
Quizá el sol, el vino, el paseo, la novela, la amiga… Lo demás lo guardará la Inteligencia Artificial, esa que ya nos lee la mente y nos anticipa lo que deseamos. Sin saber, ignorante, que lo que deseamos ya no existe. Una inteligencia falsa que nunca sabrá el secreto más hondo de nuestro corazón. Y que quizá, con inmensa suerte, acabemos tirando a la basura.