En mi vida hay dos lugares que, desde la infancia, no han dejado de suscitar en mí una secreta fascinación: la sala del cinematógrafo y el recinto diverso del Museo. Me adentro en ambos con la misma avidez de quien espera hallar en ellos un surtidor de maravillas. Aunque, si trato de hurgar en mi memoria cuál de los dos fue primero, me encuentro siempre ante un dilema. Alguna vez, a pregunta expresa, contesté que la primera película que vi fue Las siete caras del Doctor Lao, dirigida por George Pal, cuyo estreno en 1964 me hace pensar en la posibilidad de haberla visto en México entre mis siete u ocho años de edad. Se trata, más bien, de la película que me parece recordar con mayor nitidez que otras seguramente vistas con anterioridad. Imposible olvidar, además del “Circo Mágico” y la habilidad transformista del chinesco doctor, a la rubia Barbara Eden quien, en esos años, nos encantaría también en la comedia televisiva Mi bella genio donde, en el personaje de Jeannie, pone de cabeza el mundo de un tímido astronauta. Tampoco podría precisar la fecha, pero mi primera incursión en un museo fue, sin lugar a dudas, en el antiguo Museo del Chopo en la colonia Santa María la Ribera. Una casualidad, que no ha dejado de maravillarme, hizo que la casa de mis abuelos maternos estuviera justo a la vuelta de la esquina, sobre la calle Amado Nervo, por donde pasaba el Tranvía de la Rosa. (Los niños colocábamos monedas de cinco centavos sobre los rieles para conservarlas velozmente adelgazadas por las ruedas metálicas.) Era otra la Ciudad de México, era otro el mundo, y mi recuerdo de aquel increíble Museo de Historia Natural que contenía el esqueleto de un mamut e innumerables gabinetes de curiosidades no ha dejado de ahondarse en mi memoria.Tal vez, desde aquel entonces, voy al cine y a los museos con una suerte de reverencial expectativa, no del todo diferente a la de los muy remotos antepasados que se internaban por primera vez en las grutas de Altamira o de Chauvet —donde Werner Herzog ha hecho un estupendo documental: La cueva de los sueños olvidados—. Sueños pintados en las profundidades de la tierra por las manos mágicas y exactas de artistas prehistóricos cuya maestría y propósito continúan siendo un enigma: ¿el cinematógrafo del paleolítico?Y así fue como, en una muy reciente visita, me encaminé al Museo de Arte de Querétaro, un edificio del Siglo XVIII que fue convento, cuartel y hospital. No me importa demasiado qué pensarán los entendidos sobre el uso de estos edificios, donde los altos muros soportados por espléndidas columnas barrocas convergen sobre una gran fuente en el patio central, yo me distraigo pensando en esa ardua convivencia entre los múltiples oficios que los museógrafos se han encargado de resolver, otorgándole una nueva vida a las distintas salas que alberga, destinadas al arte de nuestros días. En una de ellas, en la planta baja, a mano derecha, la exposición El laberinto de Creta, del pintor Román Miranda. Con una gentileza poco frecuente entre los artistas de su generación, Román nos invita a ver la trayectoria de su trabajo, desde su temprana maestría en el dibujo, seguida por los bocetos preparatorios que nos conducen a la visión de la sala mayor: lienzos de gran formato donde resuelve, en impecable conjunción, dibujo y pintura. Sí, pero también su tema: la mitología griega leída y asimilada desde una óptica personalísima. Me animo a decir que Román nos hace ver y leer nuevamente aquello que él ha visto y leído. No hay en su pintura ilustración, sino una traslación que abandona la cronología, salta a través de las épocas y llega hasta nosotros con una nueva propuesta: la reina Pasifae, el minotauro, Ícaro, la sirena, viven incorporados a la psique humana, y entendemos, o así lo creemos, que ésta es hoy en día su dimensión más profunda, su contemporáneo laberinto.No dejo de pensar en dos de sus lienzos de gran formato. En uno de ellos se funden las presencias de un ciervo y un hombre, líneas como flechas los traspasan. Como si nos invitara a considerar que el martirio de uno es también el sufrimiento del otro. Imposible no advertir la alegoría con el san Sebastián alanceado, protector aquí de un misterio que encarna en aquel otro Ciervo que lo precede… Corona la sala un cuadro cuyas dimensiones lo hacen propicio para mostrarlo precisamente en este espacio. Una muchacha de expresión serena se desliza en una barca cuyo barquero —¿Caronte mismo, el conductor de las almas hacia el reino de las sombras?— pareciera haberse rendido y hunde su rostro en las aguas de la Estigia. Aquí, las astas de un ciervo forman un escudo protector y una hermosa flor blanquísima resplandece en el pecho de la joven. Es quizá, como escribe Kenia Cano en uno de los textos que acompañan esta exposición de Román Miranda, la materialización del deseo, la más benigna forma de surcar el laberinto, que no termina ahí, sino que sigue su curso hacia las estrellas.AQ