Como tantas otras, la narrativa costarricense aparece dominada por el género novelístico. La mayoría de los clásicos de la narrativa nacional, desde El moto de Joaquín García Monge hasta obras ya posiblemente incorporadas al canon narrativo nacional, como Única mirando el mar y Los peor, de Fernando Contreras, y Tertuliano y la legión de los superlimpios, de Rodolfo Arias, pasando por Mamita Yunai y Marcos Ramírez, de Carlos Luis Fallas; El infierno verde, de José Marín Cañas; El asalto al paraíso, de Tatiana Lobo, y María la noche, de Anacristina Rossi, son novelas. La lista puede alargarse fácilmente. Incluso la producción cuentística de tales novelistas, cuando la hay, ocupa un lugar muy secundario tanto en su producción como en el imaginario literario nacional.
Hay, claro está, libros de cuentos tan clásicos y canónicos de nuestra literatura como cualquier novela, como Cuentos de mi Tía Panchita de Carmen Lyra, y Cuentos de angustias y paisajes, de Carlos Salazar Herrera, por citar solo dos que, desde su título mismo, pregonan y reafirman su orgullosa pertenencia al género cuentístico. Pero lo cierto es que los libros de cuentos considerados clásicos nacionales son bastante más escasos que las novelas.
Si menciono este carácter algo secundario a menudo asignado a este género no es porque lo comparta, sino porque, en tal contexto, la aparición del libro Prácticas de tiro, excelente colección de relatos del conocido narrador Rodrigo Soto, resulta aún más digna de celebración. Diversas son las virtudes que caracterizan el volumen, y aquí mencionaré solo un par.
Todos los relatos exhiben una prosa ágil y alejada de cualquier barroquismo, evidenciando que Soto ha alcanzado esa difícil sencillez que Borges consideraba marca de madurez escritural. La prosa de Soto es tersa, y parte de su notoria eficiencia deriva de no mostrar el arduo trabajo escritural que la subyace. El autor nos ofrece textos limpios, sin rastro de sus posibles andamiajes, y en la mayoría de ellos ha quedado solo lo esencial, y esta labor de poda aplica no solo a su superficie verbal y estilística, sino también a las acciones y situaciones narradas. No es casual, entonces, que la mayoría de los relatos sean muy breves, y que muchos de los más logrados estén entre los más breves.
En un libro conteniendo 33 relatos, es casi imposible que todos gusten por igual. De forma esquemática, diría que un tercio de ellos son buenos o muy buenos, otro tercio aún mejor y los restantes, excelentes. No creo que se pueda pedir más de una colección de relatos.
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La sostenida calidad del volumen es todavía más notable a la luz de la segunda característica que me interesa mencionar: la variedad de los mundos narrados. Ciñéndome a algunos de los que más me gustaron, los hay que presentan mundos que podrían ocurrir o, de hecho, ocurren, caso del exquisito La guerra de las Galias en muy diversos tiempos y geografías.
Ello no deriva de que el nudo narrativo de estos cuentos sea abstracto o carente de concreción, sino de centrarse en lo que ocurre, no en la escenografía donde ocurre. Buenos ejemplos de estos serían Mensaje y Hambre. En otros casos, como el estupendo Esperando a los bárbaros, se dan datos suficientes para saber, a grandes rasgos, dónde y cuándo ocurre la acción, pero también en estos el foco son los hechos y sus repercusiones en los personajes, no la descripción de la realidad externa donde ello transcurre.
En ambos casos, se trata de cuentos que, a través de las peripecias de sus personajes, exploran situaciones y disyuntivas humanas históricamente recurrentes.
Un tercer tipo de relatos, muy distinto de los dos tipos anteriores, se centra en unas muy específicas y particulares situaciones de sus personajes individuales, exploradas y plasmadas con notable acierto y economía de recursos. Ejemplos de estos son Un día difícil, Mentiras y Fractura. Se trata de relatos que, a pesar de la muy particular realidad que nos muestran, también iluminan aspectos de la vida colectiva. Como conjunto, el libro de Soto explora diversas facetas de la vida humana colectiva e individual, a través de textos reflexivos pero alejados de todo didactismo.
El epígrafe que lo precede, atribuido a Aristóteles, dice: “Se puede errar el blanco de muchas maneras, pero acertar sólo es posible de una”. A pesar de lo cual, ignoro si a propósito o de forma inadvertida, la variedad de formas de acertar desplegada a lo largo del volumen se encarga de contradecir tal aserto. La notoria y variada puntería mostrada por Soto en estas “prácticas de tiro” es digna de celebrar y, más importante, de disfrutar. Se trata de una de las mejores obras de la extensa producción narrativa de su autor. Un libro merecedor de numerosas y variadas lecturas, y de ocupar un sitio destacado en la producción cuentística nacional y de fuera de nuestras fronteras, más allá de las cuáles transcurren muchos de sus relatos.