Es difícil oponerse de plano a cualquier reacción drástica contra una monstruosidad como la que representa un ataque sexual. No importa que ataque. Me cuesta hacer diferencias. El horror es eso, horror. No encuentro escala que permita establecer factores de mayor o menos gravedad entre sus formas abominables. Encuentro simple entender a quienes encuentran particularmente aberrantes los ataques perpetrados contra niños y niñas. Pero no puedo detenerme en lo que significan sin regresar inmediatamente sobre los ataques perpetrados contra mujeres adultas. En esta sección no puedo justificar diferencias de grados.
Mirar en el lugar de los horrores devuelve a mi visión el caso de Katherina Yolanda Gómez, rociada con combustible por un hombre que fue su pareja y, sin embargo, la incineró viva en público, en la Plaza de Dos de Mayo, en marzo de 2023. Vuelvo sobre un libro publicado por Sofía Macher con base en testimonios de mujeres violadas por el terrorismo senderista en la selva de Junín en los años 80. Noto que aún no tenemos un texto que nos muestre así, con base en testimonios, lo que está ocurriendo hoy mismo con las mujeres y niñas semi esclavizadas en la zona de La Pampa, en Madre de Dios. Pero hay una fiscalía especializada trabajando en eso. Por eso confío que algún día las víctimas de todos los días adquirirán uno o más rostros y una voz que nos permita escucharlos.
Aún tenemos presente el desgarrador hallazgo del cadáver descuartizado de Sheyla Cóndor, atrapado en una maleta.
No encuentro manera de reaccionar de otra forma que no sea la más dura imaginable contra el horror que están viviendo las niñas, los niños y las mujeres en un país en el que, según testimonios que aún se cuentan en voz baja, ya existen precios regulares por secuestrarles y someterles a diferentes formas de esclavitud. Insisto; me cuesta encontrar diferencias entre todas las formas de horror a las que están siendo sometidas.
Lo que no admito es que sea la señora Boluarte quien pretenda abrir el debate sobre la forma en que debemos reaccionar ante estas cosas. Antes de entrometerse en un tema tan complejo y duro como el que representa el castigo para crímenes horrendos, la señora Boluarte tiene que ofrecernos alguna explicación sobre su relación con los 50 asesinatos perpetrados durante la represión de las movilizaciones que comenzaron en DIC22. La pena de muerte no es un asunto que pueda lanzarse al aire desde el lugar que ocupan los Rolex, las cirugías y las fugas permanentes de Vladimir Cerrón o Nicanor Boluarte. No desde un gobierno que está entregando parte de nuestro territorio a las economías ilegales; uno que no está haciendo nada por proteger a las personas que habitan este país.
El debate sobre la pena de muerte, uno de esos debates inevitablemente recurrentes, requiere mucho más de lo que este gobierno puede ofrecernos. Su inevitable retorno, su presencia permanente lo convierten en una de las cuestiones morales más difíciles de nuestros tiempos. Es imposible que ignoremos las razones por las que siempre vuelve. Pero abordarlo requiere un nivel de equilibrio crítico que este gobierno simplemente no posee.
Disclaimer. Me formé en los años 80 en el movimiento de derechos humanos. En lo personal soy abolicionista respecto a la pena de muerte. He sostenido siempre que no existe un sistema de justicia penal en el mundo que esté librado de cierta cuota de error. Por eso existen los indultos y por eso las sentencias penales, son las únicas, pueden revisarse siempre que tenga sentido hacerlo. El uso de la condena a muerte supone un sistema de justicia que no existe. O un nivel de certeza sobre la forma en que ha ocurrido un evento horrendo que puede ser casi inalcanzable; tan excepcional que no justifica una ley ni una medida de alcance general. Lanzar la idea que intenta usar la pena de muerte en estas condiciones equivale a ofrecer algo que no podemos usar. O que usaremos tan pocas veces que se hace obligatorio revisar si realmente vale la pena. (…)
Me declaro abolicionista en lo que se refiere a condenas a muerte y a mutilaciones porque creo que no existe un sistema que nos permita usar condenas definitivas, irreversibles, por casos ocurridos en el pasado, que son la mayoría. Y los casos irrebatibles, los que suponemos que son irrebatibles, son tan pocos que no justifican instalar en una sociedad ese dispositivo que nos concede el derecho a matar a alguien convirtiendo la muerte en una forma de castigo institucionalizado.
Creo en la prisión perpetua. Ella siempre es reversible. Pero creo que incluso ella requiere un sistema mucho más razonable que el que ahora tenemos, uno que no empuje tanto las condenas “hacia arriba”; unos que haga más útil tener cárceles (ahora más que saturadas) y tener juicios.
Una sociedad que acepta que matar puede ser una solución ingresa a una espiral en la que la muerte impuesta se convierte en una reacción aceptable. Si lo es para los tribunales lo es entonces también para los justicieros, los que se definen a sí mismos como más eficaces que los tribunales. En una sociedad desarticulada como la nuestra, anómala, organizada disfuncionalmente en función a un Estado que es enano, cruzar esta línea, definir la muerte como alternativa, equivale a reforzar su instalación en procesos no institucionalizados de control social e intercambio en los que ella ya encontró una primera manifestación: el sicariato por extorsión. En una sociedad expuesta a estabilizar el asesinato por cupos no pagados, promover la pena de muerte es un contrasentido. O es más bien la compuerta que nos falta para terminar de precipitarnos hacia las zonas más turbias de ese abismo de agresividad y polarización que nos está consumiendo.
Al nivel en que estamos viviendo, la cuestión sobre la pena de muerte no es ya solo una cuestión de límites jurídicos. No se resuelve discutiendo (de nuevo) el alcance de las obligaciones que hemos adquirido ante la comunidad internacional en materia de derechos humanos. No es ya una cuestión sobre la soberanía y los límites de la soberanía, el globalismo y el anti globalismo.
Es un simple y abrupto salto al vacío.