Durante toda la semana pasada, las redes sociales hirvieron de indignación por la actitud discriminatoria de la diseñadora Anís Samanez contra las minorías indígenas de la selva. Y no era para menos. La señorita en cuestión no solamente mostró las “costuras” de su carácter racista al cuestionar el derecho del pueblo shipibo-konibo a valorizar comercialmente sus técnicas ancestrales de tejido, sino que —como luego se supo— había llegado al punto de insultar a una mujer shipiba, culpándola de su problema de imagen y, por si fuera poco, de explotar a gente de esa comunidad pagando miserias por su trabajo.
Vamos, la cancelación no se hizo esperar y pronto se logró que Saga Falabella retirara sus diseños del mercado. Obviamente, no por algún compromiso corporativo con la inclusividad social (no olvidemos que, por décadas, esa cadena de tiendas ha sido criticada por el racismo de sus anuncios, donde indígenas o negros no aparecían ni por error), sino porque, a estas alturas, nadie quiere verse involucrado con alguien que es víctima —justamente o no— de un escrache en redes.
Hasta ahí, nada nuevo bajo el sol, salvo el hecho probable de que gran parte de esa horda de adalides de la inclusión étnica y racial que canceló a Samanez esté compuesta por gente que, a su vez, en la vida diaria, ejerza lo que los sociólogos han dado en llamar “microrracismo”. ¿Y qué es microrracismo? No, no es el racismo duro y directo, fácil de detectar y sancionar, sino una serie de actitudes, prácticas, dichos, bromas, desaires y mensajes discriminatorios encubiertos que se usan para invalidar a la gente de piel más oscura (color puerta, dirán algunos) y que están interiorizados en todos los miembros de una sociedad donde se ha sometido a una minoría étnica.
Tal es el caso de la popular expresión “Mi empleada es como de la familia”, tantas veces pronunciada en los hogares limeños para demostrar lo bien que se trata al servicio doméstico. La clave, obvio, está en el “comodelafamilia” —dicho con un retintín buenoide— que evidencia que, justamente, la persona aludida no es de la familia, sino alguien de otro nivel. Si fuera “de la familia”, no habría siquiera que mencionarlo. Y menos, claro, se le obligaría a usar un baño distinto o a dormir en una habitación del tamaño de un ataúd, como ocurre tan a menudo.
Todo eso sin dejar de lado que la expresión de marras, casi siempre, enmascara el hecho de que, a la susodicha, no se le cumplen todos sus derechos laborales (CTS, dos gratificaciones completas al año, vacaciones pagas, seguro, permisos médicos, etcétera), pero sí se le regala ropita usada y una canastita de comestibles por Navidad, para compartir con su familia. Familia, por cierto, de la que nadie conoce sus nombres y menos sus apellidos.
Hay también expresiones más que significativas, como cuando se “elogia” a una joven mestiza señalando “es guapa… en su tipo”, frase que jamás se diría sobre una chica de rasgos blancos. O cuando se alardea de esa duodécima parte de sangre italiana que nos llegó de chiripa, pero se oculta muy discretamente a los abuelos andinos o los apellidos de origen indígena. Ejemplos hay cientos y solo es cuestión de hacer una pequeña introspección para detectarlos y, si es posible, corregirlos.
Pero tal vez la forma más descarnada y cruel de microrracismo es que la (¿justa?) ira hacia una diseñadora de modas que comete un abuso contra una etnia marginada no se condice para nada con la falta total de indignación por los asesinatos de líderes medioambientales en nuestra selva. ¿Y qué decir, de otro lado, sobre las sentidas manifestaciones contra las muertes en Gaza y la ausencia de empatía con más de medio centenar de compatriotas muertos en manos de la represión estatal? Esa incongruencia solo tiene un nombre: racismo.
Y somos una sociedad llena de contradicciones que giran alrededor de una fractura histórica que categoriza a los peruanos a partir de su fenotipo, y que hace que obviemos cosas que, en otro contexto, serían indignantes, como el hecho de que la abrumadora mayoría de conductores de televisión no se parezcan a los millones de peruanos que ven sus programas o que existan clubes en cuya lista de socios no exista ni un solo apellido indígena.
Pero el racismo “a la peruana” es particular, pues aquí nadie puede hablar de blancos contra negros o indios, sino de matices cromáticos. Hace un tiempo, la activista Sofía Carrillo señalaba que, en el Perú, la “situación blanco y negro se acabó” y que “en el Perú y otros países de Latinoamérica, la blanquitud está vinculada al ejercicio del poder y a lo mestizo, que es visto como un bolsón donde todos entran y, por tanto, los problemas raciales desaparecen”. Y tiene razón: la discriminación racial, más que ninguna otra, es parte de nuestro ADN, incluso cuando no pertenezcamos al grupo blanco opresor, casi extinto.
De allí que la anécdota de Anís Samanez sea, más que un arranque reivindicatorio, un linchamiento en el que nos convertimos en verdugos y apenas si miramos (paternalistamente) a las víctimas. Es decir, creemos parecernos más a la autora del abuso que a quienes sufrieron el maltrato. Y nuestro supuesto “antirracismo” no es más que un alarde hipócrita para justificar la disonancia cognitiva de vivir en un mundo donde la mayoría de ciudadanos es, como diría cierto fallecido expresidente, gente de “segunda categoría”.