El gobierno de Javier Milei llega a su primer año de gestión con resultados dispares que obligan a un balance cauteloso de sus fortalezas y debilidades. Los riesgos siguen siendo importantes y las oportunidades más bien mínimas.
Una primera aproximación podría acaso partir de un control del grado de cumplimiento de las principales promesas electorales. Sin embargo, este ejercicio casi inevitable en ocasión de aniversarios como el actual no parece el más adecuado para evaluar un proyecto político como el de Milei, más centrado en una voluntad férrea de desarrollar a toda costa una política de convicciones que en honrar una lista difusa de promesas de campaña.
Su enfoque ha sido, desde un comienzo, el de buscar una legitimación a través de los resultados -una justificación del tipo de "la Historia me absolverá" típica en gobiernos de líderes sin partido, sin mayores compromisos electorales, cuyo principal logro suele ser el de sobrevivir bajo circunstancias de hostilidad extrema. Gobiernos que buscan más bien desembarazarse del peso incómodo de lo que se prometió desde la ignorancia de las condiciones efectivas de gobierno. Algo más bien en la línea de aquel "¿Ustedes creen que me hubieran votado de haber sabido lo que en realidad iba tener que hacer?", que se suele a atribuir a Carlos Menem.
Es en este punto en el que Milei acredita su mayor fortaleza: la de haber logrado hacerse cargo e imponer la gestión de un ajuste estabilizador ortodoxo, consolidado hasta ahora tanto por los logros indudables en su política antiinflacionaria como por la imposición de una agenda centrada en lo que, no sin cierta exageración, trata de definir como una "batalla cultural".
Quedaron así atrás, al menos en este periodo todavía de pruebas, muchos grandes proyectos movilizadores, carentes en realidad de perspectivas reales de implementación. Recordemos en tal sentido la dolarización, el cierre del Banco Central, las grandes reformas estructurales, las privatizaciones y la desregulación del empleo, la salud y la protección social. Son consignas que convencieron a propios y ajenos y bastaron para lograr el 56% de los votos en la segunda vuelta presidencial, aunque luego tropezaran con la dura realidad de la emergencia.
Sin abandonar la retórica rabiosa que le dio la victoria, a la hora de la acción Milei no dudó en adoptar la lógica minimalista de los avances y retrocesos parciales, a impulsos de la lógica algo menos épica de la desregulación, la reestructuración formal de los organigramas estatales o la intervención sobre áreas no esenciales ni políticamente decisivas de la administración central.
Desdeñó así el espejismo de las grandes reformas en el campo de la salud, la educación y la protección social que suelen aportar credibilidad a los ajustes estabilizadores. A la hora de medir fuerzas con el statu quo, no dudó en postergar nada menos que la reforma laboral, la desarticulación de los negocios sindicales y la apertura al comercio internacional, objetivos todos impulsados por el consenso de tres cuartas partes de la sociedad argentina.
Presionado por su propia situación de indigencia parlamentaria, asumió incluso el riesgo político máximo de pactar con la burocracia sindical, las cúpulas industriales, los sectores exportadores, los laboratorios, el mundo financiero y bancario e incluso parte importante de los caudillos federales.
Al igual que en su momento Mauricio Macri, prefirió postergar enfrentamientos de fondo para apostar a la tarea infinitamente más difícil de construcción de una fuerza política propia y autónoma de sus aliados coyunturales y capaz de triunfar en las elecciones intermedias y garantizar una futura reelección.
Consciente de su debilidad política de origen, agravada por la debilidad y falta de experiencia de sus equipos, el gobierno optó desde un principio por las ventajas de una campaña electoral permanente. El costo ha sido importante, en la medida en que la nueva ola de polarización no parece haber permeado al resto de la sociedad.
El uso exagerado de las herramientas de la nueva política está lejos de haber sumado adhesiones. Más bien parece haber llevado al Presidente y a sus ministros a un aislamiento creciente de la opinión independiente y los medios tradicionales de comunicación social. Un riesgo no solo innecesario sino sobre todo peligroso en una sociedad harta de los enfrentamientos y la dialéctica oportunista de la política y siempre volátil en sus niveles de confianza y compromisos hacia el largo plazo.
Desdeñar el valor de las alianzas, la formación de coaliciones programáticas y el desarrollo de estrategias de concertación y diálogo social supone apostar a una profundización de los enfrentamientos políticos y a su capacidad para volver a polarizar a la sociedad. Presupone, sobre todo, renunciar a la construcción de políticas de Estado que exigen casi por definición consensos transpartidarios, capaces de sobrevivir a las presiones electorales.
Cuesta imaginar el futuro de las iniciativas orientadas a la atracción de grandes inversiones, que exigen la generación de capital social, confianza en las instituciones y acuerdos que trasciendan la aritmética siempre convulsiva de las mayorías parlamentarias.
Una de las grandes lecciones de la experiencia de las políticas de ajuste es precisamente la de la necesidad de que la calidad de los avances en el plano económico y financiero sea acompañada de niveles de calidad equivalente en el plano político e institucional. Esa carencia fue el talón de Aquiles de las políticas neoliberales de los años 90. Las reformas de segunda generación son hoy más que nunca indispensables, sobre todo en una democracia con gobiernos sin partidos ni dirigencias experimentadas, que se ven forzadas a cambiar casi con violencia casi 100 funcionarios de primer nivel ya en su primer año de gestión.
Como la mayoría de los líderes de la ola actual de cesarismo democrático actual, Milei sabe que sus apoyos no provendrán de una contabilidad del nivel de cumplimiento de sus promesas. Más que acreditar cumplimientos de promesas, se trata de preservar los apoyos efectivos que siguen dependiendo de su capacidad de patear con furia el tablero de la política tradicional y marcar diferencias irreversibles frente al cinismo de los rituales, prebendas y privilegios de la dirigencia política tradicional.