Siempre que vemos a alguien agobiado, pretendemos dar con la palabra precisa que le haga sentir bien, una especie de “abracadabra” que espante todos sus males, errando por completo la estrategia porque, si bien el lenguaje es el arma más poderosa que tenemos, en ocasiones es su ausencia y nuestra presencia la que proporciona la calma.