De las cosas que hacemos los humanos y que para muchos resulta lo más divertido, placentero, instructivo o entretenido es viajar, además de ser el motor que mueve dinero en muchas ciudades y países en sus múltiples facetas, que no sólo es el transporte o desplazamiento de un lado a otro, sino que resulta ser un auténtico reguero de dinero del que muchos se benefician de principio a fin. Si hubo un momento en que uno se podía permitir moverse por el mundo merced a esos ahorrillos que se van acopiando para luego darse esas “merecidas vacaciones”, ahora hay que pensarse las cosas una y otra vez para que ese descanso ganado a pulso no se convierta en un infierno. Nos sobran los motivos para hacer una lista que impida cometer errores desde el principio. Por ejemplo, hay que evitar las multitudes que en días señalados se despliegan por las ciudades, las playas o los monumentos (ojo a los días gratuitos, los días que no hay que pagar ticket. Aunque nos ahorremos unos euros no compensa por los empujones y la presión de estar formando parte de la masa). Ojo también a los países en que la entrada (al país) o el registrarse en un hotel sea tan enojoso como lo es ahora en España. Antes había que presentar el libro de familia para acreditar que el que llevas al lado es tu marido, o tu primo o tu tío carnal. Ahora también, lo cual es una vuelta al pasado ridícula y muy pesada, que echa para atrás a cualquiera antes de tomar la decisión de registrarse como huésped aportando datos que nadie lleva en la cabeza. El código IBAN, el número de cuenta en el banco (pobres los que como Begoñez tengan 11 cuentas con solo 40 euritos, por cierto), y todo así. De los 83 millones de turistas que nos visitan cada año, mucho me temo que la mitad se va a cualquier sitio similar donde no les vengan con esas pejigueras. Y, finalmente, con esta sucesión de tifones devastadores y sequías históricas resultará inviable pensar como destino los lugares más propensos a sufrir estas catástrofes naturales. ¿Qué se acaba el turismo? Tampoco es eso…