En cuanto fueron conscientes de las brutales consecuencias de la riada que asoló Levante, un grupo de ocho estudiantes de Integración Social, Técnico Superior en Enseñanza y Animación Sociodeportiva y Educación Infantil de la Escuela Profesional Don Bosco de Madrid, decidieron ponerse manos a la obra para aportar lo que estuviera en sus manos para ayudar a los damnificados. Querían focalizar su atención en las escuelas y clínicas especializadas que habían perdido todo y crear nuevo material para que los niños tuvieran con qué trabajar cuando regresaran a clase. Así surgió un pequeño proyecto que creció hasta convertirse en una ayuda tangible, un esfuerzo conjunto, coordinado por las estudiantes Paula, Candela, Marina, Celia, Sandra, Manuel, Alejandra y Lucía, y que no solo representó una respuesta a una necesidad urgente, sino que también demostró la capacidad de los jóvenes para transformar el dolor en esperanza.
Según relatan a este diario, la idea surgió de manera espontánea cuando Lucía, una de las estudiantes, logró contactar con la Clínica Fabulare de Aldaia, especializada en niños con problemas de aprendizaje. «Les comunicamos nuestra iniciativa a los profesores y al director de nuestro centro, que enseguida nos dieron su apoyo y ayuda. Nos dejaron emplear horas lectivas para la creación y recolección de material escolar y didáctico para aquellos niños que se habían quedado sin recursos», dicen. En constante contacto con Fabulare, fue esta la que les facilitó una lista con el material afectado. Cada grado superior de formación profesional en la escuela se encargó de crear lo necesario, según la especialidad que manejaban. El grado de Integración Social elaboró pictogramas y cuadernos para facilitar la integración de los niños. El grupo de Educación Infantil se centró en materiales sensoriales, mientras que los estudiantes de Técnico Superior en Animación Sociocultural y Deportiva (TSEA) prepararon juegos de movimiento, como malabares y palos de lluvia.
Una vez que estuvo todo listo salieron rumbo a esta población de Valencia, a las tres de la mañana. Tardaron cinco horas en llegar. Y cuando lo hicieron, se percataron de la magnitud del desastre.
«La escuela estaba destrozada, llevaban muchos días sin recibir casi ayuda. La directora, aunque agradecida, no podía ocultar el dolor de haberlo perdido todo. Estaba triste, pero no dejaba de darnos las gracias. Había niños que se acercaban para pedirnos materiales para ellos y sus amigos que no habían podido desplazarse hasta allí. Uno nos contó que su colegio había quedado destruido y que tenía que cambiarse a otro», dice Paula.
Estuvieron allí hasta pasadas las diez de la noche, cuando emprendieron el viaje de vuelta a Madrid. «Estamos agotadas, ha sido una experiencia muy dura, pero gratificante. Este proyecto ha sido una lección de vida», confiesa.