Los viajes —como el poder— son afrodisíacos. Si las crónicas de navegantes y los cuadernos de bitácora dijeran toda la verdad, y no solo la verdad, serían textos ejemplares de literatura prohibida. Es por eso que en las cubiertas de los barcos de pasajeros es imposible encontrar de noche un rincón sin luz, y los expertos en cruceros de turismo, sobre todo en el Caribe, aconsejan a los principiantes llevar consigo una llave inglesa para romper focos. Los legendarios trenes europeos fueron durante muchos años hoteles de placer sobre ruedas. El Orient Express, además de haber sido escenario de crímenes sin solución y laboratorio de espías, fue un paraíso nocturno en el que se concibieron en alcobas sin fronteras más de tres testas coronadas. En el Metro de Ciudad de México, por el mismo motivo, y a pleno día, ha sido preciso establecer vagones separados para hombres y mujeres, y no a la hora de menor afluencia, sino todo lo contrario, en las más concurridas.
Los aviones, en cambio, estuvieron considerados durante muchos años como espacios vedados al amor. Hasta el punto de que el cinturón del asiento nos parece todavía un sustituto compasivo del cinturón de castidad. Tal vez como reacción contra ese castigo, surgió la leyenda mundial de las azafatas fáciles, a quienes nuestras fantasías juveniles atribuyeron toda clase de virtudes concupiscentes. Hace muchos años, en Barranquilla, corrió la voz de que en el barrio más elegante de la ciudad se había abierto una casa de citas donde vendían sus gracias las más exquisitas servidoras del aire de las compañías internacionales. Esa misma noche fuimos todos, desde el señor Gobernador con su gabinete en pleno hasta los periodistas peor pagados. Y, en efecto, encontramos una escudería de bellas muchachas de uniforme acreditadas con las insignias de todos los cielos del mundo: las suecas de la SAS, las alemanas de Lufthansa, las amazonas universales de la Pan American. Era tal nuestra ilusión de que fuera verdad tanta mentira que muchos fingimos no darnos cuenta de que todas eran tan mulatas como las nuestras, y hablaban el castellano sin acento, con la cadencia inefable de la fábrica de sueños de Pilar Ternera.
La primera vez que oí hablar con buen derecho de la posibilidad de hacer el amor en un avión fue también en Barranquilla, bebiendo ron blanco con cáscaras de limón con un veterano piloto alemán que se había retirado cuando inventaron las turbinas, pues no podía entender que los aviones volaran sin hélices. Fue él quien me contó que en los Constellations de línea había camas plegadizas como en los camarotes de los trenes, y que nadie preguntaba qué hacían en ellas los pasajeros que las alquilaban para dormir. En realidad, habían sido diseñadas por Howard Hughes, el creador del Constellation, para su uso personal con las estrellas de cine que también diseñaba. Habían de pasar muchos años antes de que una película se atreviera a mostrar un acto de amor a bordo de un avión. Se vio por primera vez en Emmanuelle, y fue un acto de amor tan difícil y descorazonador que parecía más bien una prueba de que era imposible hacerlo en pleno vuelo.
En la actualidad, sin embargo, la gente del jet-set lo tiene como cosa corriente, y lo hacen con tanta frecuencia y tanta naturalidad como en la vida real. En Estados Unidos existe una sociedad civil llamada el Mile High Club, en la cual son admitidos quienes puedan demostrar que han hecho el amor a más de una milla de altura. Sus socios son muchos; todos coinciden en que en esta materia, como en tantas otras, lo único difícil es empezar. También hay un vuelo nocturno de Los Ángeles a Miami, o de Los Ángeles a Nueva York, cuyo nombre demasiado obvio es el Red Eyes Express, o sea, el Expreso de los ojos rojos. El vuelo dura siete horas, pero lo único que nadie se permite es dormir, de modo que los pasajeros llegan a su destino con los ojos enardecidos por los fragores de la noche.
La diferencia entre el Red Eyes Express y los vuelos comerciales de siempre —además de los precios del billete, que son muy bajos— es que en aquel no hay vigilancia de ninguna clase. No hay más autoridad que la de los pilotos, que viajan encerrados con aldabas en la cabina, para que no los salpique la tentación de su propio invento. Los pasajeros llevan su comida y su bebida, sus drogas y su música personales, y cada quien es dueño absoluto de su cuerpo. Es decir: cada uno va en otro viaje dentro del viaje. Nadie les pregunta quién es quién, ni por dónde, pues en aquellos vuelos babilónicos de luces apagadas el sexo es lo de menos.
Un error muy común cuando se habla de estas cosas es pensar en los servicios sanitarios del avión. Existe inclusive un manual ilustrado, en el cual se indican las diferentes maneras acrobáticas de hacer el amor en los retretes de las grandes líneas. Los dibujos indican los puntos de apoyo según la edad y los gustos, y se han establecido unas 162 posibilidades al modo occidental. La sola manija de seguridad donde uno se agarra para no caerse durante el uso tradicional del retrete sirve para otras 74 cosas distintas, según el manual. Esto quiere decir que el excusado de los aviones tiene más utilidad demográfica que los automóviles, aunque las estadísticas demuestran que es cada día mayor el número de niños inteligentes y sin fracturas que se conciben en los automóviles, muchos de ellos en marcha.
Sin embargo, los expertos consideran que los servicios sanitarios de los aviones son tan convencionales para hacer el amor como lo son las camas para los senadores de la República. El sitio ideal son los asientos, después de levantar el brazo que los separa. La demostración excesiva la hizo Arnold Schwarzenger, el desolado mister Universo —de quien, por cierto, se dijo alguna vez que era del otro equipo— que hace unos tres años viajó con su novia en un vuelo nocturno de Los Ángeles a Nueva York y al parecer no la dejó dormir ni un instante. La azafata que debía atenderlos declaró después a la prensa: «Durante todo el vuelo, lo único que vi de ellos fueron los pies».
De modo que a lo mejor tiene razón el lector de Alicante que me escribió para decirme que el amor es el remedio más drástico para el miedo al avión. En efecto, los científicos dicen que
no hay mejor tranquilizante que el orgasmo. Además, si uno lo piensa bien, nada demuestra que esté prohibido intentarlo en los aviones. Está prohibido fumar durante el decolaje y el aterrizaje, en algunas áreas del avión y, sobre todo, en los servicios sanitarios, y por eso hay un letrero que se enciende y se apaga para recordarlo. Esto permite pensar que si estuviera prohibido hacer el amor habría también un letrero similar. Más aún: en mis miedos indómitos sobre todos los océanos nocturnos he tenido la paciencia de leer muchas veces el texto microscópico del contrato de vuelo impreso en los billetes y no he encontrado cláusula alguna que se oponga a ninguna función natural. De modo que si usted no lo hace debe ser simplemente por un malentendido. ¡Adelante, pues, y feliz viaje!
(Publicado en JR el 22 de noviembre de 1987)