Antes de que el castillo del Morro existiera, la excelente situación de las alturas donde se erigiría, en la ribera derecha de la bahía, fue aprovechada por los vecinos de la villa para establecer «velas», esto es, vigías que avistaran y anunciaran cercanía de naves enemigas. Desde allí no solo se divisaba una zona muy dilatada de mar, sino que se dominaba la costa al otro lado de la loma de La Cabaña.
En 1583 se dota a la altura de cuatro bersos (cañones) y se procura que sus vigías sean hábiles en el manejo de dichas piezas. Es entonces que se levanta en el lugar una casilla de tejas «para reparo de los hombres que allí estuvieren». Antes, ya para 1563 se construye una torre de cal y canto desde cuya altura se alcanzaba una visión de ocho leguas. Costó 200 pesos y para pagarlos se estableció un derecho de anclaje sobre los buques que visitaran el puerto.
Continuamos hoy el recorrido, iniciado la semana pasada, por las fortalezas habaneras con motivo del cumpleaños 505 de la ciudad. Toca ahora el turno al Morro, a Atarés y al Príncipe.
Continuos ataques de corsarios y piratas hicieron insuficiente aquella defensa y la Real Fuerza tampoco estaba en condiciones para rechazarlos. De ahí que Felipe II ordenara la construcción de una gran fortaleza que hiciera inexpugnable el puerto, obra que acometería el ingeniero Antonelli bajo la dirección del capitán general Juan de Tejeda. La construcción comenzó en 1589 y concluyó en 1630, más de 40 años después y, para terminarla, requirió del apoyo de la vecinería.
Tiene la fortaleza forma de polígono irregular, porque va siguiendo la superficie de las rocas, y se compone de tres baluartes unidos por cortinas y un cuartel acasamatado. En uno de esos baluartes se encuentra el Morrillo, una atalaya de 12 varas de alto para vigilar las embarcaciones que se acercan «y hacer señas con la campana del número de velas que se descubren, las que se manifiestan por unas banderitas que se fijan sobre la cortina que cae encima de la puerta del castillo y mira a la población, distinguiéndose, por el lado en que las colocan, el rumbo o bando por donde aparecen», escribe el historiador Arrate.
Dentro de sus murallas y fosos, contaba el Morro con dos aljibes, suficientes, se decía, para abastecer la guarnición por largo que fuera el sitio al que se le sometiera. Daba espacio a una iglesia y a las viviendas del comandante, el capellán y los oficiales, así como a tres cuarteles para la tropa, oficinas y calabozos. Varios de sus cañones gruesos miraban al mar; otros, de menos calibre enfilaban hacia la boca y el fondo del puerto. Contaba además con dos baterías de 12 cañones cada una, Los doce apóstoles y La divina pastora.
Durante más de un siglo, el Morro defendió con éxito la ciudad y su puerto al rechazar ataques de escuadras holandesas, francesas e inglesas, pero no pudo resistir el ataque británico iniciado el 6 de junio de 1762. Tras 44 días de asedio, caía el castillo en manos del enemigo, pese a la heroica resistencia de sus defensores, comandados por don Luis de Velasco, que no sobrevivió a la embestida.
La Habana quedó asimismo en poder de los invasores. Para recuperarla, España cedió a Gran Bretaña la Florida y la Lousiana. Debieron las autoridades españolas reconstruir el Morro, muy dañado en la contienda, y otras fortalezas. Desde entonces sus cañones han permanecido mudos para toda acción de guerra.
El 22 de abril de 1898, las autoridades españolas, tal como lo habían prometido, anunciaron con tres disparos de cañón hechos desde el Morro la aproximación de la flota norteamericana y el inicio del bloqueo. Habían aparecido frente al litoral de San Lázaro barcos de EE. UU. encargados de cercar la Isla como primera medida de la guerra hispanoamericana. Nótese y anótese: hubo un bloqueo anterior a este, que dura ya más de 60 años.
El Morro cumple una misión que nada tiene que ver con sus baluartes ni cañones; su faro sirve de guía en las noches a las embarcaciones que buscan el puerto habanero o recorren los mares aledaños. Su señal se hace visible cada 15 segundos.
Antes y después de la toma de La Habana por los ingleses, la luz del faro se alimentó con leña. En 1795 fue un fracaso la utilización del gas inflamable, obtenido del chapapote cubano. En 1819 se empleó aceite, y aceite de colza en 1845. Se utilizó el acetileno en 1928 y en 1945 se dio a la farola iluminación eléctrica.
Un año antes, el 8 de diciembre, se inauguraba con gran pompa una nueva torre, con una altura total de 85 pies que, por el lugar donde se situó, alcanza 151 pies sobre el nivel del mar. Es la torre que existe en la actualidad.
La construcción del castillo de Atarés, en la loma de Soto, al fondo de la bahía habanera, fue motivada por la toma de La Habana por los ingleses, acción que evidenció la necesidad de resguardar y defender los caminos que comunicaban la ciudad con los campos vecinos. Así, luego de varias obras provisionales, se construyó esa fortaleza a 1 500 varas al sur del recinto amurallado, entre 1763 y 1767. El propietario de esos terrenos, Agustín de Sotolongo —de ahí el nombre de la loma— los cedió gratuitamente y se acometió su edificación, según los planos del ingeniero belga Agustín Cramer.
Aún después de construido Atarés se notaban otras deficiencias en la defensa de La Habana. El asedio y toma de la ciudad por los ingleses pondría también de relieve la insuficiencia del torreón de La Chorrera para impedir un desembarco enemigo por ese sitio, único en el cual los ingleses se proveyeron de agua potable. Había urgencia, dice el historiador Pezuela, de cubrir los aproches de La Habana por su parte más expuesta y, al mismo tiempo, proteger a las tropas que se opusieran a un desembarco, más fácil y probable por aquel lugar que por cualquier otro sitio.
Para evitar esos peligros se encargó igualmente al ingeniero Cramer la fortificación de la loma de Aróstegui, obras que comenzaron en 1767 y no concluyeron hasta 1779.
A esa fortaleza se le dio el nombre de Castillo del Príncipe, por el entonces heredero de la corona española, el príncipe Carlos, que llegaría a reinar, para desdicha de sus súbditos, con el nombre de Carlos IV.
En tiempos de Machado, Atarés estuvo bajo el mando del tristemente célebre capitán Manuel Crespo Moreno, y era la sede del Escuadrón 5 de la Guardia Rural, unidad adiestrada para cubrir con sus hombres la protección del Presidente de la República. No pocos luchadores antimachadistas fueron allí asesinados.
En Atarés, durante la sublevación de los días 8 y 9 de noviembre de 1933, buscaron refugio unos 1 500 civiles, exoficiales y militares en activo, opuestos todos al Gobierno de Ramón Grau San Martín. Enseguida el Ejército se emplazó en los alrededores de la fortaleza para recobrarla y cañoneó la instalación. Desde el interior respondieron con fuego nutrido, pero la situación de los sitiados pronto se hizo desesperada y terminaron por rendirse. Se registraron entre ellos unos 150 muertos y decenas de heridos. Pero se sospecha que fueron muchos más; los periódicos hablaron de unos 500 muertos y más de mil heridos de ambos bandos. Los detenidos pasaron de 800.
En 1796, Antonio Nariño, precursor de la independencia de Colombia, estuvo recluido en el Príncipe. Fue el primer preso político que se registra en esa fortaleza. Durante el siglo XIX se utilizó como centro de reclusión, aunque la cárcel y el presidio de La Habana estaban instalados en Prado y Malecón. En 1904 se sacó el presidio del viejo edificio y se instaló en el Príncipe, pero a partir de 1926, al edificarse el Presidio Modelo, en Isla de Pinos, solo quedaron en el Príncipe la cárcel y el Vivac. La cárcel de La Habana radicó en el Príncipe hasta los años 60, cuando entró en funciones el Combinado del Este.
Hasta aquí el recorrido de hoy. La semana entrante, el escribidor llegará a la fortaleza de San Carlos de la Cabaña y dedicará espacio a las murallas, ese enorme cinturón de piedra que, al decir de Emilio Roig, rodeaba y defendía, como inexpugnable fortaleza de su época, la primitiva, modesta, sencilla, patriarcal y pequeña ciudad de San Cristóbal de La Habana. Con ellas pondremos fin a esta serie sobre las defensas habaneras.