Por donde se mire, hay desigualdad social, falta de oportunidades, pobreza, hambre, corrupción y migraciones.
La violencia y el crimen organizado toman fuerza. Se pierde la paz social y con la naturaleza: la explotación de los recursos de la tierra conducen a la inevitable devastación y, con ello, al agravamiento del cambio climático.
Las democracias se tambalean y surgen las propuestas populistas que se ofrecen como la mejor opción para manejar un país. El autoritarismo se presenta como una forma de ejercer el poder sin que importe la realidad social de los más necesitados.
La mente contemporánea es cada vez más indiferente a la distinción entre lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo. La elección entre un estímulo y otro no depende del juicio crítico, sino del grado de excitación o de estimulación placentera.
Se usa la mentira como forma de comunicar: lo importante no es decir la verdad, sino las posverdades o mentiras emotivas que distorsionan deliberadamente la realidad, y lo que prima son las emociones y creencias personales.
Experimentamos diariamente la manipulación mediática de la opinión pública para influir en las actitudes sociales.
La sociedad actual sufre la caída de valores. Los lazos sociales no representan un modelo de identificación ni de protección. Son muchas formas contemporáneas de malestar en la cultura.
El ritmo actual obliga a vivir de forma acelerada, desconectándonos y alejándonos de nosotros mismos. Es la época de la revolución digital con su consecuente explosión de información.
Vivir de prisa obliga a renunciar a la reflexión y crea un malestar que impide tomar, muchas veces, las mejores decisiones.
Estamos inmersos en un exceso de “bullicio circulatorio”, como lo llamaba Charles Baudelaire. No hay tiempo para desarrollar, articular y relacionar temas trascendentes. Se vive en la indiferencia, en el silencio, en la no mirada. El otro no es confiable.
Tanto abandono emocional abruma y se corre el riesgo de causar daño psicológico a las personas, especialmente a los niños que crecen en una gran soledad (angustia de separación).
Vivir la vida de esta forma es significada por los críos como una falla en el amor, el cual se va a traducir en fallas en su narcisismo y en su autoestima.
El amor del otro es lo único que da estabilidad al “yo”. La falta de sensación de ser es la causa de la somatización de tantos trastornos que no son más que un grito en demanda de amor.
El sentimiento de autoestima no se produce por sí mismo. Para tenerlo es necesario que la gratificación de los otros que aman al sujeto lo cedan, y el sujeto quede bañado de elogios, reconocimiento y aprecio. De lo contrario, se genera mucho sufrimiento, y con él aparecen las personalidades disfuncionales.
El hombre contemporáneo se aísla, se encierra voluntariamente sin querer conectarse más que con sus aparatos electrónicos. Allí se siente seguro, ya que nos encontramos enfrentados a una sociedad que tolera y fomenta la inseguridad: los ideales se volatilizan y lo que aparece en su lugar es angustia difusa, lo que Hermann Broch llama “una angustia sin salida“.
El neoliberalismo impulsa la competencia feroz, generando un vacío existencial, responsable de la aparición de tantas depresiones.
Hay una inversión cínica del juicio: al hacer de la competencia el principio universal de la relaciones humanas, se erosiona la empatía por el sufrimiento del otro, lo cual debilita las sociedades.
La vulnerabilidad del sujeto está en primer plano. Es una época de confusión, de desorientación, sin puntos de referencia. Es la época de los lazos líquidos, de la fragilidad en los vínculos humanos, cuando lo que predomina es una falta de solidez, de calidez y una gran superficialidad, y el individuo lucha por integrarse a una sociedad cada vez más global e individualista, en donde las personas comienzan a ser vistas como mercancías y a sentirse alienadas.
La salud psíquica de los individuos produce un impacto innegable en el funcionamiento de la sociedad. Estamos viendo una sociedad enferma, que desfallece, donde cada individuo se siente reemplazable, intercambiable y no respetado.
El sujeto entonces se escinde poco a poco para resistir el maltrato psíquico hasta que la enfermedad lo consume. Un individuo sin energía no tiene fuerzas para proteger la democracia.
Es fundamental vincular la salud psíquica de los individuos y la salud democrática, porque hablaría del buen funcionamiento de la sociedad para resistir a la entropía.
Hannah Arendt sostenía que el arte de la política es la capacidad de entender, validar y reconocer al otro con el fin de buscar soluciones conjuntas.
Lo contrario es la edificación de un abismo social conocido como “brutalismo político” —concepto tomado de la arquitectura y aplicado a la sociedad para dar cuenta de una posición inhumana en lo político—, que puede llevar a un sistema totalitario.
El brutalismo es una posición de los sujetos que son indiferentes ante la violencia social, violencia que justifica un desprecio por la vida, por el ser de cada uno, que desconoce el Estado de derecho.
Se trata de una conducta no reflexiva que fomenta el odio, el miedo y las emociones más primarias hacia el otro. El brutalismo se sale de control y el discurso del rencor se instala. Es feroz y muy peligroso, ya que contagia la salud emocional de la sociedad.
En estas condiciones sociales, surgen personalidades bestiales, resentidas, amargadas y disminuidas, que encuentran una razón para ser a partir de la debilidad de los otros, y se impulsan para dar rienda suelta a su locura, generando ciclones políticos.
Gobernar abusando del poder o de la autoridad, imponiéndose a la fuerza, es decir, de forma arbitraria y brincándose las leyes, contra otros que se encuentran en condiciones de inferioridad, nos hace pensar en un sujeto con una personalidad autoritaria y despótica; personalidades que encajan en movimientos populistas y que pueden llegar a convertirse en dictaduras.
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Melania Agüero Echeverría es psicoanalista.