El Gobierno y sus socios siguen obsesionados con atacar a las grandes empresas, utilizando la inseguridad jurídica y la regulación. Las consecuencias son evidentes. La inversión en España lleva estancada desde 2019 y la inversión extranjera se desploma desde 2018.
Todo viene de una visión maniquea y sectaria que viene de pensar que una empresa que gana mucho es mala y, sobre todo, que, si gana mucho porque invierte muchísimo más, hay que penalizarla. Atacar a las grandes empresas es atacar el progreso y poner en peligro el sistema de bienestar que fingen proteger. Tenemos menos empresas y menos grandes, y solo se encuentran con desprecio regulatorio y fiscal.
El esperpento fiscal que perpetra el Gobierno es de tal calibre que no somos conscientes del daño que hace al país. España pierde oportunidades y se desplazan inversiones a lugares donde haya seguridad jurídica y la fiscalidad sea atractiva.
El impuestazo que exigen los socios comunistas del PSOE es un ejemplo de poner en peligro lo que fingen proteger. Pone en riesgo 30.000 millones en inversiones y miles de puestos de trabajo. Lo que pretenden recaudar, que no llegará a los 1.000 millones de euros, es menos de lo cuatro veces lo que el Gobierno gasta en «asuntos económicos», y además generará una pérdida de recaudación a medio plazo superior a lo que expolian ahora. Efecto negativo, además de espantar a otros sectores que perciben esa inseguridad jurídica y fiscal.
Lo mismo ocurre con la banca. Debilita a la banca nacional, encarece los servicios y encima el efecto recaudatorio es negativo a medio plazo. Miopía fiscal. No solo es la voracidad recaudatoria y el sectarismo, la aleatoriedad e inseguridad, ya muy negativas por sí mismas. Es la miopía regulatoria.
Para el sector de transporte y distribución, la metodología de cálculo de la tasa de retribución financiera (TRF) de la CNMC busca retribuir el coste de capital de una empresa gestionada de forma prudente que desarrolla una actividad regulada. Pues bien, con la metodología de cálculo de la CNMC la tasa de referencia del periodo 2026-2031 resultaría en el entorno del 4,5%, una cifra muy por debajo del coste de capital real actual y futuro, incluso usando las estimaciones más benignas, y que va a poner en peligro unas inversiones esenciales para la seguridad de suministro y el fortalecimiento de las redes.
Las tasas vigentes en países de nuestro entorno se alejan mucho del valor antes mencionado. Por ejemplo, Italia o Noruega tienen tasas de 8,9% y 8,2% respectivamente. Reino Unido tiene una tasa del 7,5%. Con ello existe riesgo es la fuga de inversiones.
De hecho, la fuga es evidente si miramos cuánto se está invirtiendo en otros países en relación con el beneficio operativo antes de depreciación y amortización de cada uno. Dicha relación es casi cuatro veces mayor en Francia que en España, tres veces mayor en el caso de Alemania, y 1,6 veces la de Italia y Reino Unido.
Resulta necesario adaptar el cálculo para el nuevo periodo tomando como referencia de tasa libre de riesgo el bono a 10 años de 2023, considerando el apalancamiento tendencial actual, aplicando una prima de riesgo equivalente a la de otras actividades reguladas y sumando al coste de la deuda una prima de riesgo (como en el sector de telecomunicaciones) y costes de transacción.
La diferencia no es pequeña. Con todo ello se obtendría una tasa cercana al 8%.
El problema es que el regulador español considera que las inversiones son donaciones, que el coste de la deuda es casi equivalente al coste de capital, algo muy típico de gente que no invierte, y que las empresas ya ganan demasiado.
Es el mismo problema que tiene el gobierno con la fiscalidad. Este ejemplo es la evidencia de cómo los gobiernos y reguladores pueden facilitar, como se hace en otros países, y dónde se percibe a las empresas como enemigos. Lo que ocurre es que, cuando se considera a las empresas como enemigos, los que salen perjudicados son los ciudadanos. Menos inversión, peor empleo y peor recaudación a medio plazo. Hay que recuperar la cordura y dejar de atacar al que crea riqueza, invierte y crea empleo bajo la visión sectaria de que todo lo hacen por el mal.
El empresario no es un enemigo, es un benefactor. Las empresas y sus inversiones son nuestro futuro. Espero que vuelva la cordura regulatoria y fiscal y que empecemos a pensar en la economía de verdad, porque lo que pone en peligro el Estado de Bienestar es el modelo de gasto improductivo, deuda y expolio actual.
Es nuestra obligación como divulgadores defender a los que invierten y arriesgan en nuestro país.
Considerar que todos son malvados si son grandes empresas es sectarismo, es una mentira y es profundamente anti-progreso.