El tribunal internacional vio la luz a finales de la década de los 90 con el objetivo de que los crímenes más graves que se pueden cometer no queden impunes, pero se ha enfrentado a inconvenientes como la ausencia de las grandes potencias
Qué supone la orden de arresto de la Corte Internacional contra Netanyahu y su exministro de Defensa, por Olga Rodríguez
“Los crímenes más graves de trascendencia para la comunidad internacional en su conjunto no deben quedar sin castigo”. Cuando la Corte Penal Internacional (CPI) vio la luz por primera vez, lo hizo con esta frase estampada en el preámbulo de su tratado fundacional.
Esta idea nuclear de su ADN, evitar que quienes se consideran los peores criminales del mundo salgan impunes, asomó tras las palabras del fiscal del tribunal, Karim Khan, cuando, el 20 de mayo, pidió arrestar al primer ministro israelí Benjamín Netanyahu, su entonces ministro de Defensa y tres líderes de Hamás: “Hoy subrayamos una vez más que el derecho internacional y las leyes de los conflictos armados se aplican a todos. Ningún soldado raso, ningún comandante, ningún dirigente civil, nadie, puede actuar con impunidad”.
El camino en ese propósito lo marcó hace casi 80 años Núremberg. La serie de juicios celebrados en la ciudad alemana en los que las potencias aliadas procesaron y juzgaron a importantes líderes nazis por los crímenes cometidos, incluido el asesinato sistemático de millones de personas judías en el Holocausto, establecieron las piedras angulares del derecho penal internacional. La CPI bebe de la lucha contra esos crímenes atroces cometidos en las guerras que marcaron el siglo XX, por eso se centra en los delitos más graves que se pueden cometer: genocidio, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, así como el crimen de agresión, ninguno de los cuales prescribe.
Cuando Luis Moreno Ocampo prestó juramento como primer fiscal de la recién nacida institución en 2003, Ben Ferencz habló en la ceremonia. Este abogado estadounidense de origen judío-húngaro fue fiscal en los juicios de Núremberg y había protagonizado una cruzada a favor de la creación de un tribunal penal internacional. “Núremberg fue poco más que un comienzo”, dijo aquel día. “Su progreso se vio paralizado por los antagonismos de la Guerra Fría. Leyes claras, tribunales y un sistema de aplicación efectiva son requisitos vitales para toda sociedad ordenada. La matriz de un sistema mundial racional consta de innumerables piezas que van encajando en su sitio de forma gradual y dolorosa. La CPI forma parte de este proceso evolutivo”.
Aunque son varias las cosas que distinguen a la CPI de Núremberg, “ambos tribunales se crean con un mismo ideal de fondo, promover una justicia penal básica en la escena internacional, con una legitimidad superior a las justicias nacionales, bajo estándares compartidos de defensa de los derechos humanos”, dice a elDiario.es Fernando Molina, catedrático de derecho penal de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM).
Fruto de lo vivido durante el Holocausto nazi y los históricos juicios, en 1948 se adoptó un importante tratado internacional: la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio. La Asamblea General de Naciones Unidas reconoció entonces la necesidad de un tribunal internacional permanente, una idea que reflotó al acabar la Guerra Fría. Mientras se negociaba un estatuto para la corte, en respuesta a las atrocidades cometidas en la antigua Yugoslavia y Ruanda, el Consejo de Seguridad de la ONU estableció a principios de los 90 un tribunal penal para cada uno de estos contextos con el objetivo de responsabilizar a los criminales. Son lo que, en la jerga, se conoce como tribunales ad hoc: con jurisdicciones y mandatos limitados, para situaciones específicas –al igual que Núremberg–. Esta es una de las principales diferencias con la Corte Penal Internacional, que es permanente y afecta “a cualquier conflicto que guarde relación con los Estados parte”, indica Molina.
El hito llegó en julio de 1998, cuando un grupo de países aprobó en una conferencia diplomática en Italia el tratado que vertebró la CPI: el Estatuto de Roma. Muchos sintieron aquellos días que este acuerdo tenía tanta importancia como la propia aprobación de la Carta de Naciones Unidas. “La creación del tribunal sigue siendo un paso de gigante en la marcha hacia los derechos humanos universales y el Estado de Derecho. Es un logro que, hace solo unos años, nadie habría creído posible”, dijo el entonces secretario general de la ONU, Kofi Annan. El tratado entró en vigor cuatro años después en 2002.
A día de hoy hay 124 países miembros (los que han ratificado el Estatuto de Roma). Todos tienen la obligación legal de cooperar con el tribunal en sus procesos y se consideran su pilar operativo. En otras palabras, ya que la CPI no cuenta con una fuerza policial, depende de estos Estados hacer cumplir las órdenes de arresto, como la dictada el año pasado contra el presidente ruso, Vladímir Putin, o las publicadas ahora contra Netanyahu y su exministro de Defensa por presuntos crímenes de guerra y contra la humanidad en Gaza, entre ellos matar de hambre a civiles.
El último país en unirse fue Armenia, en 2023. Unos años antes, en 2015, Palestina fue admitida como miembro. A pesar de congregar a decenas de países, el talón de Aquiles de la institución sigue siendo que no ha logrado el ingreso de potencias poderosas como China, India, Rusia y Estados Unidos, lo que dificulta que la CPI sea verdaderamente universal.
“Es un inconveniente que inevitablemente lastra la eficacia del tribunal en muchos casos, pero quedándonos con lo positivo, contar con 124 países, entre los que están muchos de los más poderosos y, sobre todo, más respetuosos con los derechos humanos, es un activo increíble que otorga a este tribunal un alcance único en la historia”, dice Molina. “Mejorable, sin duda, pero no por ello deja de ser un soplo de aire fresco en un panorama internacional demasiadas veces complaciente con los crímenes de los más poderosos”.
Desde sus orígenes, la relación de Washington con la institución ha estado marcada por el tira y afloja, una confrontación motivada por el miedo a que la CPI pueda procesar a estadounidenses, algo que el país norteamericano ve como una violación de su soberanía. La Administración Clinton firmó el tratado, pero después, George W. Bush anunció que no tenía intención de ratificarlo, aprobó una ley para restringir la cooperación con la corte y lanzó una campaña para llegar a acuerdos bilaterales de inmunidad con otros países que les obligaban a no entregar a los ciudadanos estadounidenses.
La postura estadounidense se suavizó durante la presidencia de Barack Obama, para volver a retroceder varios pasos con la llegada de Donald Trump. Bajo su mandato, EEUU se opuso a las investigaciones de la CPI en Afganistán y los territorios palestinos e impuso sanciones y restricciones de visado al personal del tribunal.
Joe Biden apostó por una actitud más cooperativa: levantó las sanciones y ordenó compartir pruebas de los crímenes de guerra rusos en Ucrania con la CPI. Pero las órdenes de detención contra los dirigentes de Israel, aliado de EEUU, han vuelto a sacar a flote las viejas tensiones, con Washington tildando la decisión de “escandalosa”.
El 4 de junio, a modo de reprimenda ante la petición del fiscal Karim Khan, la Cámara de Representantes –liderada por los republicanos– votó a favor de aprobar una legislación para sancionar a la CPI con apoyo de una parte de los demócratas, aunque el actual Gobierno se opone a la medida.
En Israel, que tampoco es miembro de la corte, la reacción a la decisión de Khan ha sido furibunda. Netanyahu ha dicho que las acusaciones contra él son “absurdas y falsas” y ha rechazado la orden emitida por la CPI. “La decisión antisemita de la CPI equivale al moderno juicio a Dreyfus, y también terminará así”, ha asegurado.
Una investigación de varios medios, entre ellos The Guardian, reveló que, entre bambalinas, las autoridades israelíes han librado una campaña durante una década para hacer descarrilar el trabajo de la CPI sobre los crímenes de guerra cometidos en los territorios palestinos ocupados, desplegando sus agencias de inteligencia para vigilar y presionar al personal del tribunal internacional. El fiscal de la CPI ha tenido que pedir públicamente que se deje trabajar a su equipo “con plena independencia e imparcialidad” y que cesen de inmediato “todos los intentos de obstaculizar, intimidar o influir indebidamente” en los trabajadores de la corte.
Muchos expertos y activistas calificaron el movimiento de Khan solicitando a los jueces la orden de arresto como un paso histórico, subrayando que es la primera vez que un líder occidental puede enfrentarse a la justicia internacional desde Núremberg, incluso sin ser derrotados.
Molina no duda de que es un salto adelante. “Es comprensible la extrema indignación del propio Netanyahu y su Gobierno por este hecho: desnuda su pretensión de estar ejerciendo solo una defensa legítima frente a las inhumanas agresiones de Hamás”, dice el profesor de la UAM, que sostiene que “todo apunta a que hace mucho que se ha excedido lo que permite la legítima defensa” para convertirse en “algo inadmisible, que entra de lleno en las competencias de la CPI”.
No es el único frente legal que Israel tiene abierto en estos momentos. Sudáfrica ha llevado a los representantes israelíes ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ), en un caso en el que los acusa de violar la Convención sobre el Genocidio. A menudo se confunden, pero la CPI y la CIJ no son lo mismo. Ambas comparten ciudad para sus sedes, La Haya –que alberga numerosas organizaciones internacionales–, pero la Corte Penal Internacional juzga a individuos –y nadie está exento de ser procesado–, mientras que la Corte Internacional de Justicia es el principal órgano judicial de Naciones Unidas para la solución de disputas entre Estados.
El espíritu de la corte, que está compuesta por 18 jueces, no es reemplazar a los tribunales nacionales, sino complementarlos, ser el último recurso. Solo puede enjuiciar y juzgar a personas si el país en cuestión no lo hace, no puede o no quiere hacerlo. Además, solo ejerce su competencia en situaciones en las que el presunto autor sea nacional de un Estado Parte o en las que el crimen haya sido cometido en el territorio de un Estado Parte. Un país que no sea parte sí puede decidir aceptar la jurisdicción de la CPI. Este es el caso de Ucrania.
Si algo ha demostrado el historial de la corte es que cumplir su cometido de luchar contra los perpetradores de los crímenes más graves es una tarea enormemente compleja. Hasta el momento ha habido 31 casos. Sus jueces han emitido 46 órdenes de arresto: 21 personas han sido encerradas en el centro de detención de La Haya y 17 siguen prófugas. Uno de los principales fugitivos es el exdictador sudanés Omar al Bashir, buscado por genocidio en Darfur. El tribunal ha dictado 10 condenas en estas dos décadas de vida. La primera fue en 2012 contra el congoleño Thomas Lubanga por los crímenes de guerra de reclutar y alistar a niños menores de 15 años y utilizarlos para participar en hostilidades. Fue puesto en libertad en 2020 tras cumplir 14 años de cárcel.
Durante su andadura, el tribunal ha sido blanco de críticas. Una de las más notables es que se ha centrado desproporcionadamente en África. Muchos países del continente se han quejado de lo que perciben como un sesgo, en especial Sudáfrica, que ha expresado su frustración por lo que considera un dominio de los intereses occidentales en lo que respecta a cómo se aplica el derecho internacional. En su página web, la corte se defiende de estas acusaciones explicando que la mayoría de sus investigaciones se han abierto a petición de los gobiernos africanos o previa consulta con ellos, y otras después de que las remitiera el Consejo de Seguridad de la ONU.
“Es probable que la situación cambie en el futuro, ya que hay situaciones bajo investigación en América, Asia e incluso Europa”, subraya Molina sobre el hecho de que las condenas hayan sido tan escasas y no hayan afectado a otros continentes.
En un lado están quienes cuestionan que la institución tiene demasiado poder procesal y puede amenazar la soberanía de los Estados. En otro, quienes argumentan que tiene muy poca autoridad y ponen en tela de juicio su eficacia para encarcelar a los criminales de guerra.
“Todo el derecho internacional tiene gran legitimidad, pero sufre el déficit de quien ejerce un poder finalmente delegado de los Estados, así que sus carencias reflejan el equilibrio de fuerzas de los propios Estados”, dice el catedrático de la UAM. “Por poner un ejemplo, la posibilidad de ver a un presidente de los EEUU sentado ante la corte por los posibles crímenes que hubiera podido alentar se antoja hoy, no ya remota, sino ilusoria. No hay en este momento fuerza militar o policial que pueda hacer cumplir con éxito una eventual orden internacional de detención”.
Sin embargo, el experto pone de relieve que, con estas limitaciones, las actuaciones de la CPI pueden tener “efectos directos importantes”, ya que una orden internacional “no es baladí, y no solo en términos de reputación, que es importante, sino en efectivas limitaciones de la libertad de movimientos”, porque los individuos no pueden visitar “países firmantes dispuestos a cumplir mandatos de la CPI sin exponerse a ser detenidos”. Este es el caso de Putin y Netanyahu: no afrontan riesgos inmediatos de procesamiento, pero la amenaza de arresto podría dificultar que viajen al extranjero.
A pesar de los desafíos, no son pocas las voces que creen que las investigaciones en marcha de la CPI sobre Ucrania y Palestina demuestran por qué la corte sigue siendo tan relevante como cuando se fundó. “Cuando los delitos son cometidos por quienes detentan el poder real en los Estados, y esta, desgraciadamente, es la situación habitual en los crímenes contra la humanidad, la impunidad suele ser la regla. Sólo una justicia superior, de la comunidad internacional en su conjunto, puede tapar el lacerante hueco. Así que un tribunal penal como la CPI resulta esencial para la justicia”, argumenta Molina.
“La CPI no es, ni puede ser, una panacea. No puede poner fin a la impunidad ni disuadir de la comisión de delitos por sí sola (...). Núremberg es nuestra herencia colectiva. El cumplimiento de su legado es nuestra responsabilidad colectiva”, dijo Philippe Kirsch, presidente de la corte, en 2006, en el marco del 60º aniversario del histórico proceso contra los dirigentes nazis, cuando el tribunal apenas había echado a andar.
“Habrá periodos más fáciles y más difíciles para la CPI. Debemos tener siempre presente que las razones fundamentales por las que se creó siguen tan presentes como siempre y que compartimos la responsabilidad colectiva de garantizar su éxito. Debemos seguir llevando adelante el legado de Núremberg y hacer de un tribunal internacional eficaz y permanente una realidad duradera”.
En una entrevista con la CNN tras pedir la detención de los líderes israelíes, Khan contó que un alto cargo occidental le había dicho que la CPI “fue construida para África” y para “matones como Putin”. “No lo vemos así”, dijo el fiscal. “Este tribunal es el legado de Núremberg. Este tribunal debería ser el triunfo de la ley sobre el poder y la fuerza bruta”.