Hace dos años se cumplió un siglo del reventón del pozo Barroso II. Ese chorro azabache brotando de la tierra de Cabimas marcó el verdadero inicio de la era petrolera en Venezuela y marcó un hito transformador en nuestro país. Desde entonces el hidrocarburo ha estado adherido a nuestro ADN nacional, con dimensiones políticas, económicas y sociales. Quizá hasta antropológicas.
No en balde se habla de una “petrocultura”, la cual, en un ensayo publicado en la revista digital Trópico Absoluto en 2023, el historiador del arte Sean Nesselrode Moncada examinó como impulsora de la modernidad en Venezuela. Creo que todo venezolano está familiarizado con el orden político y económico de la petrocultura: ese “Estado mágico” como lo llamó Fernando Coronil, rico y dispendioso que ha producido una distribución de riqueza fácil, prosperidad material y oportunidades de desarrollo personal entre las masas.
Piénsese en hospitales públicos que en su momento fueron de vanguardia, como el Pérez Carreño en el oeste de Caracas. O el programa de becas Gran Mariscal de Ayacucho. O el Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles e Infantiles de Venezuela. Todo gracias a los ingresos por exportaciones de crudo.
Por supuesto, esa es la cara luminosa de la moneda. El yang de nuestro tao nacional. ¿Cuál es el yin? Pues viene siendo la formación de un Estado elefantiásico y de una sociedad excesivamente dependiente del mismo. Viene siendo también un Estado que rinde pocas o nulas cuentas de toda esa riqueza y que es por eso mismo un hervidero de corrupción escandalosa.
Problemas que en la presente etapa política de nuestra historia se han exacerbado de una manera sin precedentes. De ahí la dualidad en la opinión pública sobre cuál debería ser el papel del petróleo.
Con nostalgia, algunos aspiran a regresar a la era dorada de Pdvsa, cuando era una empresa modelo en administración, líder en el mercado internacional y generosa proveedora de salarios y estatus para sus empleados. Otros ven la creación de aquel leviatán como un error histórico, al menos en los términos de monopolio público sobre el petróleo, que nos llevó por el mal camino que aquí nos tiene.
Curiosamente, mientras que casi todos los elementos de la hegemonía chavista han implicado beneficios para la élite gobernante y perjuicios para las masas, el flujo de dinero por explotación del petróleo y el rol de Pdvsa como gestora de los recursos ha sido también fuente de discordia entre los poderosos. Hay una clara tendencia a terminar mal entre las personas a quienes se les confiaron posiciones clave en el sector. Muy mal. El caso más reciente es el de Pedro Tellechea.
Pero podemos hacer una lista muy larga, empezando por Rafael Ramírez, el administrador arquetípico del chavismo que por más tiempo ocupó tanto el cargo de ministro de Petróleo como el de presidente de Pdvsa y que manejó el dinero proveniente del mayor boom de precios en la historia del oro negro, con las consiguientes corruptelas enormes. Diría que sus sucesores lo han tenido por modelo, lo cual en parte explicaría que también hayan sido execrados por el resto de la élite gobernante.
Ramírez es el más afortunado de todos, al haber caído en desgracia mientras estaba en el extranjero. No solo evadió la furia de sus excamaradas, también, que se sepa, no hay ninguna imputación en su contra por parte de autoridades de otros países. En cambio, Nelson Martínez y Eulogio del Pino fueron a parar en la cárcel a los pocos días de sus respectivas destituciones.
Luego tenemos el caso de Tareck El Aissami, quien fuera uno de los hombres más poderosos de la élite chavista y que, por lo tanto, tuvo la caída más espectacular de todas. Hay también nombres que no resuenan tanto, pero que siguen siendo de interés. Verbigracia, Antonio Pérez Suárez, el coronel del Ejército que fue vicepresidente de Comercio y Suministros de Pdvsa.
Por último, Tellechea, a quien en su momento algunos comentaristas de la “oposición” prêt-à-porter celebraron como si fuera un nuevo Rafael Alfonzo Ravard, muy a pesar de que sus promesas de llevar la producción a un millón de barriles diarios (meta en sí misma mediocre) jamás se cumplieron.
Ahora bien, han sido varias las ocasiones en las que la élite gobernante sacrifica a algunos de los suyos como parte de pretendidas campañas “anti corrupción”, invocando así entre los razonablemente escépticos el aforismo de que “la revolución se come a sus hijos” (la pintura de Goya que muestra al dios romano Saturno devorando a sus vástagos hasta se ha vuelto una especie de meme para tales situaciones). No es algo para nada restringido al mundo petrolero. Pero sí hay, insisto, algo que hace a los mandamases de dicho mundo especialmente proclives a ser señalados como corruptos y traidores por la misma gente que los elevó a tales cumbres y que los defendió a capa y espada contra acusaciones previas de terceros.
¿Por qué? En mi opinión, por el diseño del sistema de economía política chavista. Un sistema que, en las palabras de los últimos ganadores del Nobel de Economía Daron Acemoglu y James Robinson, consiste totalmente en instituciones extractivas. Es decir, instituciones que se concentran en extraer la mayor cantidad posible de riqueza de la sociedad o de la naturaleza para luego repartirla entre un sector de la población muy pequeño, justamente el que gobierna.
Vuelvo ahora con la teoría del “selectorado”, de los politólogos Bruce Bueno de Mesquita y Alastair Smith, la cual he mencionado antes en este espacio, porque es una piedra angular de cómo funcionan muchas cosas en la política venezolana. La teoría señala que la distribución de riqueza entre una minoría selecta es indispensable para que sus integrantes estén dispuestos a asumir los costos de mantener el poder como sea, así vaya en contra de la voluntad ciudadana mayoritaria. Cualquier alteración en el flujo de recursos puede comprometer la estabilidad del gobierno.
Aunque la élite gobernante venezolana se muestre en público cohesionada con una disciplina impresionante (muy al contrario de la dirigencia opositora), a puerta cerrada hay facciones a veces en pugna. Cada una de ellas querrá su porción en la distribución de recursos. Cada una ve en el posible enriquecimiento desproporcionado de las demás, comparado con el propio, un peligro. Ergo, las posiciones responsables de la mayor fuente de ingresos, que es el petróleo, son importantísimas en el sistema. Sus titulares tienen mucho poder, pero también son particularmente vulnerables a irritar a una o varias facciones por sus manejos del dinero.
En un país sin Estado de Derecho y donde la ley es lo que la élite gobernante quiere que sea, es difícil saber con plena certeza por qué algunas denuncias sí acarrean consecuencias para los denunciados, mientras que muchas otras más son ignoradas o acarrean consecuencias, ¡pero para los denunciantes! No obstante, pienso que la mejor hipótesis sobre el ciclo de ascensos y caídas de funcionarios petroleros es la discutida en este artículo.
Un detalle final: hay algo llamativo en cómo esto procedió para Tellechea, la presa más reciente. Sus antecesores, una vez apartados de sus cargos, quedaron excluidos de cualquier otro puesto que maneje una cantidad importante de recursos. A Ramírez lo mandaron a Nueva York como embajador de Venezuela ante las Naciones Unidas. Martínez y Del Pino fueron destituidos en aparentes buenos términos con respecto a la élite gobernante (jamás olvidaré sus respectivos tuits “agradeciendo la confianza” depositada en ellos), pero a los pocos días sus arrestos fueron mostrados en televisión nacional. El Aissami dimitió y pasó más de un año en un silencio absoluto que levantó sospechas sobre su expulsión de la élite, eventualmente confirmadas. En cambio, cuando Tellechea salió de Pdvsa, desde el gobierno se seguía hablando maravillas de él y hasta lo nombraron ministro de Industria. Un cargo que no administra tantos recursos como la petrolera estatal, pero que tampoco es un cascarón vacío. En menos de dos meses anunció su renuncia “por motivos de salud” y en cuestión de días se conoció su detención.
Este paso del estatus de diligente paladín de la “revolución” a “vendepatria al servicio del imperialismo” fue particularmente brusco. Tal vez como producto de la sacudida que supuso el 28 de julio pasado y las incertidumbres que ha generado, incluso para la alta jerarquía chavista. Tal vez como producto de roces entre facciones aunque, de ser ese el caso, evidentemente no ha habido una fractura mayúscula que pueda precipitar una transición hacia un gobierno distinto.
Recapitulando, el petróleo que Venezuela lleva en sus entrañas ha marcado el ritmo durante todo un siglo a los giros de la vida nacional. Ni la estética quedó exenta, como resulta patente en la escritura de “novelas petroleras” (e.g. Mene, de Ramón Díaz Sánchez; y Oficina No. 1, de Miguel Otero Silva). O más sutilmente, la aparición de vanguardias artísticas venezolanas de reconocimiento mundial como el op-art y el cinetismo, gracias en parte al mecenazgo de una burguesía robusta hija a su vez de la riqueza petrolera y cuyo “capital cultural”, en palabras del destacado sociólogo Pierre Bourdieu, se inclinó por la abstracción visual.
Esa burguesía cuyo gusto elogió Alejo Carpentier (quien vivió un buen tiempo exiliado en Caracas) en boca del protagonista de una de sus novelas, La consagración de la primavera. En su artículo citado, Nesselrode Moncada compara con un chorro de petróleo el Mástil reflejante, escultura de Alejandro Otero colocada en 1954 en la bomba de gasolina de la Avenida Principal de Las Mercedes, entonces propiedad de la empresa Shell. La petrocultura encarnada.
Pero ese mismo petróleo también ha sido fuente de incontables quebrantos de cabeza para los venezolanos, incluyendo la fortaleza excesiva del Estado ante la sociedad civil y los manejos opacos de millonadas públicas. Las sucesivas defenestraciones de ministros asociados y gerentes de Pdvsa en la era chavista son solo la punta del iceberg. Conviene replantearnos qué hacer con el petróleo cuando Venezuela vuelva a ser un país democrático. Desde ya.
Artículo publicado en La Gran Aldea
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