Debemos legislar con un conocimiento profundo de los entresijos de los algoritmos, conquistar todos los ciberespacios —incluido Twitter— para que no se conviertan en cámaras de eco ultraconservadoras, y luchar por redes públicas y descentralizadas
Hace pocos días se produjo uno de los fenómenos meteorológicos más devastadores de la historia de nuestro país. La DANA arrasaba con los recursos, los trabajos, los recuerdos, los sueños y las vidas de muchos valencianos.
Como cada martes, se celebra en el Congreso de los Diputados la sesión de pleno, con debates legislativos que suelen terminar alrededor de las nueve de la noche, y algunas veces incluso más tarde. Durante la sesión del pleno, la información sobre la DANA era escasa, especialmente en los medios nacionales. Al finalizar la sesión, recuerdo perfectamente ver un sinfín de tuits hablando de cadáveres flotando, videos desgarradores de gente subida a sus coches o directamente ahogándose. Lo primero que hice, con mucha angustia e incertidumbre, fue marcar el número de teléfono de mi hermano mellizo para saber si aquello era cierto, si él estaba bien y si nuestra familia se había visto afectada.
Mi infancia entera está ligada al País Valencià, a familiares y amigos con los que fui al instituto, a la universidad y a mis primeros trabajos. Ese día, nadie pudo pegar ojo; la impotencia recorría todos los grupos parlamentarios, con diputados y diputadas del País Valencià que ni siquiera podían volver a casa.
Al día siguiente, mientras las grandes cadenas pivotaban entre el relato de Mazón y el Gobierno central buscando quién tenía razón, la internacional de cuñaos reaccionarios digitales desplegaba sobre el terreno físico y digital su arsenal de artillería pesada de mentiras. Las redes sociales se inundaban de bulos, vídeos manipulados, de pseudoperiodistas e influencers expertos e incluso de plantillas de Instagram con manifestaciones convocadas por ultras, que ocultaban en letra pequeña sus organizaciones. En ese instante la desinformación se convirtió en un elemento desestabilizador del Estado de derecho.
Durante la DANA pretendí explicar la cuestión de las competencias autonómicas sin salir apaleada en el intento, pero me di cuenta de que lo que necesitaba la gente en mi Instagram era ser escuchada. La gente que me seguía necesitaba descargar su frustración y ver que me estaba implicando en ayudarles a contar sus historias en primera persona. En ese instante, como otros muchos, mi cuenta se convirtió en un consultorio de quejas y ruegos. Puede que fuera lo único que podía hacer una diputada nobel en esos instantes y me gustaría pensar que fue reconfortante para muchas personas.
La misma estrategia siguió el ministro Óscar Puente en Twitter, pasando de ser un “agitador boomer” a convertirse en el ministro que soluciona problemas y lo hace rápido. Puente ha sabido hacerse cargo de la situación desde un espacio que, como se ha visto, la gente necesitaba. Y eso es lo que debemos hacer todos los políticos, especialmente para explicar la labor de las instituciones: comunicar de forma sencilla el trabajo político es proteger la legitimidad de las instituciones.
En los días sucesivos, numerosas instituciones también se han visto obligadas a comenzar sus ruedas de prensa desmintiendo bulos: el ejército, la Policía Nacional, el Gobierno, la Casa Real, Cruz Roja… En ese momento, los propagadores de bulos ya habían ganado el relato y capitalizaban, así, el dolor de las víctimas, llegando incluso a legitimar la violencia física contra el presidente del Gobierno.
En los últimos años, he dedicado mucho tiempo a programar algoritmos: unas veces para analizar las métricas de capital regulatorio en la banca y otras para los derechos humanos, como la creación de bots para amplificar la voz del pueblo saharaui y defender los derechos humanos en Twitter. Sin embargo, desde 2016, cuando publiqué Desnuda tu alma de 140 en 140 caracteres, Twitter y las redes sociales han cambiado.
En 2016 tenía acceso total a la API de Twitter; es decir, podía acceder a las tripas de los tuits y analizar bien los discursos, su localización, si eran mensajes de odio o no y el sentimiento de la ciudadanía. Pero desde la compra de la plataforma en 2022 por parte del magnate Elon Musk todo cambió. Las primeras acciones que hizo el nuevo dueño de X fueron despedir a los principales directivos y opositores, manipular los algoritmos y, por supuesto, limitar el acceso de desarrolladores a la base de datos de Twitter. Si no tienes acceso a las tripas de un algoritmo, estás ciego como desarrollador.
Muchos hablan de la caída en picado del valor de Twitter desde su compra por parte de Musk, una caída que ha llegado a superar el 72%. Musk compró Twitter por 44 mil millones, y se calcula que ahora su precio de mercado es de 4 mil millones. Pero ¿acaso le importa eso a Musk? ¿Es acaso la prioridad del magnate generar un espacio discursivo seguro? ¿Le importan a Musk los bulos y la democracia? La respuesta es NO. Musk es el hombre más rico de la Tierra; puede permitirse el capricho de quemar literalmente 40 mil millones para imponer su ideología. Además, Musk le declaró la guerra al progresismo desde hace tiempo y se ha alineado, sin tapujos, con el hoy electo Donald Trump.
Hoy, no solo ha ganado un racista y agresor sexual, que volverá a ser presidente de los Estados Unidos; hoy también ha ganado Elon Musk, el dueño de una de las imprentas digitales más poderosas del mundo. Déjense de hablar de que la gente no sabe qué vota, de que los latinos votan en contra de sus intereses o de que hay que llenar la nevera de la gente. Siento deciros que, ahora, lo que hay que hacer es conquistar el ciberespacio.
La ciudadanía está saturada de información; está desconcertada, abrumada y ya no sabe a quién creer, sencillamente está en estado de shock. Esto lo hemos visto durante la DANA o el genocidio en Palestina. La inteligencia artificial es una herramienta en manos de unas pocas élites que hablan de libertad individual y de las redes sociales como garantes de esa libertad. En este espacio digital en disputa, la internacional progresista no está presente; tiene miedo a exponerse y parece más preocupada en disputar dos minutos en un informativo que en hacer una story en Instagram contando qué está pasando.
No soy ingenua y sé que el dueño de la “imprenta,” Musk, tiene el poder de invisibilizar las ideas progresistas, los vídeos pedagógicos y de silenciar los discursos feministas. Eso lo conocemos bien los pueblos oprimidos, y por ello creo que es fundamental que, dentro del ámbito regulatorio ya existente, exijamos transparencia algorítmica. Debemos legislar con un conocimiento profundo de los entresijos de los algoritmos, conquistar todos los ciberespacios —incluido Twitter— para que no se conviertan en cámaras de eco ultraconservadoras, y luchar por redes públicas y descentralizadas, en las que los usuarios tengan acceso al algoritmo para evitar sesgos de terceros. Los datos deben considerarse un bien común para garantizar la soberanía del Estado. Porque cuando en la disputa de las ideas hay alguien detrás favoreciendo unas en detrimento de otras, estamos perdidos. ¡Conquistemos el ciberespacio desde las instituciones!