¿Una alumna brillante, que saca excelentes notas y destaca en todas las materias? Muchas personas, incluidos docentes, piensan que esta es la descripción de una persona con altas capacidades. Pero los niños con altas capacidades no coinciden con ese estereotipo. De hecho, hemos dejado de llamarlos superdotados porque, lejos de ser un rasgo innato e inmutable, las capacidades altas forman parte de un potencial cuyo desarrollo depende de un proceso adaptativo y se pueden cambiar.
Si se revisan los programas académicos de las carreras de magisterio o del máster de formación del profesorado, son muy escasas las universidades donde hay, al menos, una asignatura específica con este contenido.
Los estudios sobre la inteligencia superior se inician a mediados del siglo XX con el psicólogo estadounidense Lewis Terman, que tomó una muestra de hombres con cocientes intelectuales superiores a 130 y realizó un estudio transversal de 20 años, esperando encontrar los nuevos genios americanos en este grupo.
Aquellos hombres no resultaron ser los genios que se esperaba de su alto cociente intelectual, lo que dio inicio a un ámbito de investigación que busca entender por qué simplemente la inteligencia no asegura un resultado académico brillante. A menudo, lo que produce es underachievement: logros inadecuados de rendimiento, abandonos, suspensos o calificaciones inferiores a lo que se esperaría en relación a su capacidad intelectual.
Si el factor que más peso tiene en predecir el resultado académico, sobre todo en los cursos iniciales, es la inteligencia, ¿por qué los alumnos con mayor coeficiente intelectual no siempre logran ese resultado académico brillante?
De acuerdo con la propia definición de lo que es alta capacidad, esta debería darse en un 10 % de la población, en cualquier edad. A día de hoy, por ejemplo en España, no llegan al 1 %. Esto quiere decir que no se identifica como tales a alumnos con altas capacidades.
Pero incluso identificados, ¿cómo respondemos a sus características específicas? Aunque hay directrices para la formación de este alumnado (en España, enriquecimiento a través de adaptaciones curriculares, o bien aceleración, esto es, adelantarlos total o parcialmente de curso) no existe un seguimiento sobre cuándo, cuánto y cómo se realizan estas adaptaciones.
Muy a menudo consisten en aumentar el número de tareas (por ejemplo, en lugar de cinco sumas, diez), lo que hace que las actividades propuestas sean repetitivas y tengan el efecto contrario; o que la propuesta de enriquecimiento del currículo se sume a lo que hace el resto de compañeros y compañeras, incrementando así de forma aburrida las horas de trabajo de este alumnado más capaz.
Cuando los estudiantes con altas capacidades no tienen la opción de aprender todo de lo que son capaces, se aburren: se portan mal en clase o se sienten desmotivados y dejan de interesarse por las clases. Si la curiosidad es un elemento imprescindible del aprendizaje de cualquier tipo de estudiante, en el caso de las altas capacidades es todavía más imprescindible: se trata de niños y niñas especialmente curiosos de manera natural, que reaccionan especialmente a los retos. Tener una alta carga de tareas repetitivas, poco motivadoras, escasas en contenidos nuevos, es todo menos retador.
A esa pérdida de motivación hay que añadir otro hecho poco conocido: los alumnos con altas capacidades aprenden muy deprisa, pero no siempre consiguen consolidar sus conocimientos. Si bien, como hemos mencionado, la inteligencia tiene una contribución muy importante en el rendimiento, sobre todo en los primeros años del currículo académico, no es el único factor. Los estilos de aprendizaje y los hábitos de estudio juegan un papel muy relevante. El alumnado con altas capacidades intelectuales, por su rápido ritmo de aprendizaje, puede alcanzar un buen rendimiento, pero no necesariamente desarrollar hábitos de estudio.
Otra consecuencia habitual en el caso de los estudiantes con altas capacidades es diferente a la anterior, pero con resultados igualmente contraproducentes para ellos. Cuando se consiguen buenos resultados académicos –es decir, buenas notas– con poco esfuerzo, ocurren tres cosas:
En primer lugar, no se desarrollan hábitos de estudio, lo cual tendrá repercusiones importantes a la larga, cuando exista mayor exigencia de las tareas académicas, según se avance en el currículo docente.
En segundo lugar, como no es preciso organizarse, porque de todas maneras se obtienen resultados, se aprende a procrastinar con éxito.
Por último, como consecuencia de las dos anteriores, cuando llega el momento en que las exigencias académicas son mayores y se baja el rendimiento, en los cursos en los que las calificaciones son más importantes para acceder a grados universitarios o becas, estos estudiantes terminan con un currículo final poco relevante y atractivo para potenciales empleadores.
El alumnado de altas capacidades necesita un programa educativo acorde a sus necesidades. Y no solo porque es de justicia y de equidad, permitiendo que avancen en sus potencialidades, sino también para que adquieran buenos hábitos: el esfuerzo, la tarea bien hecha y, sobre todo, sentirse que tienen valor y pueden aportar. Algo que necesitamos todos.
Potenciar a este alumnado es potenciar nuestra sociedad, apoyando ese talento que es tan necesario en un mundo que afronta cada día más y más variados retos.
África Borges del Rosal, Catedrática de Universidad de Metodología de las Ciencias del Comportamiento, especializada en altas capacidades intelectuales, Universidad de La Laguna y Leire Aperribai, Profesora agregada del área de Personalidad, Evaluación y Tratamientos Psicológicos de la Facultad de Psicología, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.