Aunque Milei o Trump no lo quieran ver, estamos ante una evidente crisis de cuidados que pone en jaque al patriarcado y que profundiza la injusta división sexual e internacional del trabajo. El reconocimiento del derecho al cuidado a nivel internacional puede ser una oportunidad para impulsar normativa y políticas que lo garanticen
En el actual contexto de derechización de los Estados, vemos políticos como Donald Trump o Javier Milei cargando, en nombre de la eficiencia económica, contra derechos sociales del llamado “estado del bienestar”, tales como el sistema de ayudas o pensiones. Resulta irónico que este desmantelamiento esté corriendo a cargo de dos hombres que no son precisamente jóvenes (Milei ya supera los 50 años y Trump es un hombre septuagenario), y que más pronto que tarde serán más dependientes y necesitarán cuidados. Y es que no hay nadie en el planeta que no necesite de cuidados: desde que nacemos, cuando enfermamos, en nuestra vejez… Lo que es seguro es que en algún momento de nuestras vidas todos requerimos de apoyo o cuidado.
Hasta ahora invisibilizado, el derecho al cuidado toma fuerza con el avance de la agenda feminista, y tanto en Naciones Unidas como en la Corte Interamericana de Derechos Humanos se está estudiando su ¿inminente? reconocimiento como nuevo derecho humano. Sí, un nuevo derecho que sirva como palanca para la acción de los Estados, para caminar hacia la corresponsabilidad colectiva de los cuidados. Y es que no hay nada más importante para la dignidad y la reproducción de la vida, y esa es la base de los derechos humanos.
¿De qué hablamos cuando exigimos el derecho al cuidado?
De forma sencilla, podemos definirlo como el derecho a cuidar, a ser cuidado (con autonomía y agencia) y al autocuidado (con tiempo, por ejemplo). Sin embargo, se trata de algo complejo: estamos ante un derecho transversal y multidimensional, que interacciona con muchos otros derechos (al trabajo digno y la seguridad social en lo que se refiere a los cuidados remunerados, a la intimidad, a la salud…). A su vez, se configura como un derecho autónomo que reconocidas autoras como Ana Marrades o Laura Pautassi desde el iusfeminismo estudian cómo incorporar en nuestras constituciones y normativa.
Pero no solamente la vertiente jurídica es relevante: en los cuidados, la vertiente económica es clave, porque cuidar es un trabajo, y además un ejemplo claro de la división sexual del trabajo. Por un lado, es un trabajo que, cuando es remunerado, genera precariedad y condiciones laborales pésimas para las trabajadoras, en su mayoría mujeres de origen migrante. Aquí cabe cuestionarnos de forma crítica cuál es el rol del norte global en la economía mundial de los cuidados. Por otro lado, cabe reconocer los cuidados no remunerados, que se calcula representaría un 2,5% del PIB de Europa y mucho mayor en los países latinoamericanos.
¿Cómo podría ser este reconocimiento del derecho?
Encontramos ya algunos precedentes sobre los cuidados a nivel internacional, como en los Objetivos de Desarrollo Sostenible y la Agenda 2030 y en algunos comités de Naciones Unidas (en el CEDAW, en el Comité de los derechos del niño, en la OIT…). Sin embargo, los primeros pasos más relevantes se están dando en el sistema interamericano de Derechos Humanos, a raíz de una opinión consultiva planteada por Argentina sobre “el contenido y el alcance del derecho al cuidado y su interrelación con otros derechos”. Más de 129 aportaciones de la sociedad civil, de otros muchos gobiernos y organismos oficiales, así como del mundo académico; y 70 delegaciones para las audiencias públicas, han mostrado el enorme interés que este tema despierta.
A pesar de ello, o tal vez a causa de esta punta de lanza de los cuidados, el nuevo presidente argentino, Javier Milei, solicitó retirar su consulta, considerando irrelevante la temática. Afortunadamente, la Corte ya ha respondido que no puede ser retirada, así que esperamos en breves leer lo que sería una primera aproximación a los cuidados como derecho por parte de un tribunal de derechos humanos. Por su parte, Naciones Unidas estableció recientemente el 29 de octubre como el Día Internacional de los Cuidados y el Apoyo. Además, aprobó una histórica resolución hace justo un año en el Consejo de Derechos Humanos, afirmando la importancia del derecho al cuidado “para orientar las políticas públicas y fomentar la igualdad de género y la justicia social”, y continúa trabajando la temática en la actualidad.
A nivel estatal, el reconocimiento jurídico debería venir de la mano de una reforma constitucional, incorporando un nuevo derecho social, como han hecho ya algunas constituciones pioneras como Escocia o Ciudad de México.
Y si se reconoce el derecho al cuidado, ¿qué cambia?
El hecho de tener un derecho humano reconocido como tal proporciona garantías de protección y cumplimiento. Los Estados deberían respetar, proteger y realizar el derecho al cuidado. Por ejemplo, no deberían dificultar el acceso a las ayudas de dependencia con una burocracia infinita (respetar); deberían proteger que los cuidados se ofrecen en condiciones dignas y monitorear, por ejemplo, el aterrizaje de fondos buitre en las residencias (proteger); y desplegar un servicio de calidad con apoyo público (realizar).
Ahora bien, si los avances en materia de la configuración de los cuidados como derechos aún son incipientes, las políticas públicas y leyes desarrolladas pueden darnos un poco de esperanza. Ciertamente, y especialmente a raíz de la Covid-19, los cuidados están ganando peso en la agenda política. La Xarxa pel Dret a Cura de Catalunya, una potente red ciudadana de cuidados, afirmaba que podíamos vislumbrar algunos avances: “la Ley de la Eutanasia, la igualdad de los permisos de paternidad, la Ley de autonomía del paciente, las voluntades anticipadas, la prohibición de las inmovilizaciones en las residencias, la Ley de promoción de la autonomía personal y atención de personas con dependencia”.
Las políticas de cuidados en marcha
Tanto en España como en Europa se han desarrollado estrategias de abordaje de los cuidados. Pero, si nos fijamos en las políticas públicas que implementan cuidados, debemos fijarnos en América Latina con sistemas punteros como Uruguay, con un sistema nacional de cuidados, o Bogotá, con el proyecto de las Manzanas del Cuidado. Desde Naciones Unidas se ha publicado recientemente una guía para transformar los sistemas de cuidados de forma “integral”, integrando políticas sociales y económicas abordando la protección social, el trabajo, la migración, la salud, el clima, el medio ambiente, la infraestructura y la movilidad. También desde el Observatorio DESCA hemos publicado recientemente una pequeña guía sobre cómo implementar sistemas de cuidados en cualquier municipio del territorio español, pilar básico para pasar de las palabras a los hechos desde lo local.
Por último, la forma como se proveen estos servicios de cuidados suscita importantes debates. Partiendo de una realidad donde la familia y el sector privado aportan la mayor parte de los cuidados, caminar hacia sistemas de gestión pública y comunitaria no resulta fácil pero cada vez es más urgente. Debemos ampliar la corresponsabilidad de los cuidados más allá de la división hombre-mujer en las familias nucleares heterosexuales (sin duda imprescindible) e incluir al Estado, responsable de garantizar este futuro derecho humano, así como la sociedad y la comunidad. Aunque Milei o Trump no lo quieran ver, estamos ante una evidente crisis de cuidados que pone en jaque al patriarcado y que profundiza la injusta división sexual e internacional del trabajo. Ojalá el reconocimiento del nuevo derecho sea el catalizador de normativa y políticas de cuidados, porque habrá sido el éxito del movimiento feminista que tanto temen el presidente argentino y el candidato republicano a la Casa Blanca.