Por Eduardo Gudynas
Los gobiernos y las empresas han multiplicado sus intenciones de explorar hidrocarburos en la Amazonía. Esto ocurre tanto en el Perú como en los demás países de esa región. Como ya casi no existen justificaciones para hacerlo, sus promotores se ven obligados a simplificaciones y confusiones que caen en dogmatismos irracionales.
Entre ellos, se repite que la explotación de los hidrocarburos en la Amazonía brindaría energía al propio país, y que incluso llegaría a los hogares amazónicos. Sin embargo, la experiencia muestra que esto es infundado, ya que los intereses de exportación son mucho más poderosos, y en todos los países terminaron prevaleciendo sobre la demanda nacional. Además, es impracticable, dadas las abrumadoras limitaciones de distribución en las inmensidades amazónicas.
También son muy conocidos los argumentos sobre jugosas ganancias: como esos hidrocarburos tendrían un efecto minúsculo en el cambio climático en comparación a los países que son grandes contaminadores, no deberían ser desaprovechadas. Estos argumentos desconocen la abrumadora evidencia de las oleadas de impactos locales que tienen los extractivismos petroleros.
La exploración, como sobre todo la extracción y el transporte, destruyen los ambientes tropicales, aumentan la deforestación y fragmentación de la selva; se daña su biodiversidad y es una fuente de contaminación constante de sus aguas y suelos. Sostener que esos impactos pueden ser evitados o remediados es una fantasía. Por ejemplo, los propios manuales de ingeniería petrolera sostienen que no se pueden evitar los derrames en las perforaciones.
También hay efectos sobre las comunidades locales, especialmente indígenas, como la pérdida de calidad de vida, riesgos sanitarios por la contaminación, o el acecho de la violencia.
Los impactos sociales y ambientales se multiplican espacialmente por la red de caminos, oleoductos y gasoductos asociados a esas explotaciones. Tampoco se los puede evitar, y Perú ofrece un dramático ejemplo de ello por las repetidas roturas de sus oleoductos.
Paralelamente, toda esa problemática tiene costos económicos locales, regionales e incluso nacionales. A los muy publicitados dineros que ingresan por exportar hidrocarburos, se les debería restar lo que pierde el país, sea el Estado o la sociedad, por los daños ocasionados. Sin embargo, ese cálculo se esquiva una y otra vez, a pesar de las legiones de economistas involucrados. Persisten contabilidades incompletas y distorsionadas, donde sólo se consideran las ganancias de exportar hidrocarburos pero no se restan las pérdidas económicas por el deterioro socioambiental. Unos años atrás, una evaluación de ese tipo se calculó para el sector petrolero de Ecuador, y concluyó que la exportación de hidrocarburos puede ser un buen negocio para las empresas, pero el país, como un todo, pierde dinero. Desnudó que la sociedad termina subsidiando a ese sector.
Este breve recorrido sirve para mostrar que, más allá de las pretendidas ganancias económicas, e incluso independientemente de cuántos gases de efecto invernadero se emitan, ya no es posible defender la explotación petrolera en la Amazonía. Sus impactos locales y regionales son muy severos, tanto social como ambientalmente, inevitables casi todos, y tienen grandes costos económicos. Defender ese extractivismo sólo es posible desde la irracionalidad.
Todo esto es mucho más delicado en la Amazonía, ya que toda la región está al borde de un colapso ecológico. Si se sumaran nuevos impactos ambientales locales, no solo tendrían consecuencias en cada sitio, sino que podrían sumarse a otros deterioros, hasta desembocar en una secuencia catastrófica que haría desaparecer la selva que conocemos. Sólo los irracionales petroleros asumirían ese riesgo. Por lo tanto, una postura seria y racional obliga a dejar en claro que no pueden aceptarse nuevas explotaciones de hidrocarburos en la Amazonía.
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