La película de David Pérez Sañudo es una hermosa adaptación de la novela de Txani Rodríguez sobre la soledad y las ciudades abandonadas por la reconversión postindustrial
Entrevista - Ángela Molina: “Siempre he hecho un cine poético y político”
En noviembre de 1994, el CIS publicó un estudio que bajo el nombre de 'Estereotipos regionales', recogía lo que pensaba la gente sobre los habitantes de cada comunidad autónoma española. Aquel informe ponía en palabras, y datos, todos los topicazos perpetuados de generación en generación. Ya saben, un andaluz es “alegre, gracioso, charlatán y hospitalario”, según los adjetivos dados en la encuesta; mientras que un vasco era “fuerte, bruto, violento y (algo) noble”.
La rudeza del hombre vasco y sus pocas palabras siguen siendo un estereotipo 30 años después. Pero hay una nueva generación de cineastas que han demostrado, y siguen haciéndolo, que esas generalizaciones son tan equivocadas como injustas. Directores como Jon Garaño, Aitor Arregi, Jose Mari Goenaga o Asier Altuna, que han mostrado una sensibilidad y unas formas de narrar que rompen no solo con el prototipo vasco, sino también con el de la masculinidad que se suele asociar a los directores (hombres). Lo han hecho en títulos como Loreak o Amama, filmes sensibles y delicados. Incluso frágiles. No se arrepienten de ello, sino que de esa nueva sensibilidad han hecho su virtud.
En sus películas lo íntimo se convierte en político, y lo hace desde tramas que tocan su tierra y su historia. Lo mismo que hizo David Pérez Sañudo en su excelente debut, Ane, la historia de una madre que busca a su hija en un contexto de expropiación de viviendas en una zona industrial del País Vasco donde explotaba la violencia cotidiana en medio de las protestas por la construcción de la conocida como Y vasca, un proyecto ferroviario que afectó a la vida de muchas familias vascas. Sañudo cogía ese sentimiento de sus compañeros y lo atravesaba con una historia donde las heridas ETA estaban presentes aunque no fuera de forma evidente.
Pasa lo mismo en su segundo filme, Los últimos románticos, la adaptación de la novela de Txani Rodríguez ―escrita de nuevo con Marina Parés― y que cuenta con una exquisita sensibilidad la vida solitaria de una mujer ―maravillosa Miren Gaztañaga― que solo encuentra compañía en llamadas a la línea de atención al cliente de Renfe y en una vecina. Pero la historia de esta película solo tiene sentido en ese pueblo y en Euskadi. La forma en la que viven, de puertas para adentro, las cicatrices en los pueblos industriales que han visto cómo se cierran sus fábricas dejando a todos tirados. Es todo eso lo que eleva su propuesta y lo que la entronca con la de todos esos nombres citados anteriormente.
“Hay algo que nos gusta mucho decir, y es que esta película podría ocurrir en cualquier lugar, pero que ocurre en Euskadi, y hay una forma de comportarse, una manera de relacionarse, que tiene que ver con ciertas particularidades en la forma de comunicarse, incluso dentro de una misma familia y que están marcadas por la intensidad del conflicto político”, cuenta David Pérez Sañudo desde el rodaje de su nuevo filme, Sacamantecas. Su forma de narrar siempre busca que “el conflicto no totalice todo el significado de lo vasco, que es algo que ha tendido a ocurrir”.
Por ello deja claro, y está en su película, que le gusta el bautizado como “nuevo cine vasco de sentimiento”, y cita a Loreak o Amama como “películas que de alguna manera han permitido que el territorio se mire de otra manera”. Un concepto que leyó en el libro Cine vasco, una historia política y cultural, de María Pilar Rodríguez y Rob Stone. Un cine en euskera, de calidad, y con los sentimientos en el centro pero sin obviar las peculiaridades del contexto político y cultural de Euskadi.
Si no existiese 'Loreak' o 'Amama', creo que no existiría 'Los últimos románticos'. Es algo que no es buscado, pero el imaginario colectivo de nuestra generación que está impregnado por ellos
Aunque le cueste identificarse con el término, por una cuestión de “pudor por sentirse parte de algo”, sí que confiesa que “si no existiese, por ejemplo, Loreak o Amama”, cree que “no existiría Los últimos románticos”. “Es algo que no es buscado, pero realmente lo veo y lo pienso después y hay algo en el imaginario colectivo, o en la forma de pensar de nuestra generación, que está impregnada por lo que han hecho antes ellos”, añade.
Aunque el proyecto nació como una propuesta de sus productores, rápidamente se sintió vinculado por el contexto postindustrial que vivió en su familia. Sitios como Guernica, donde rodaron, o Llodio, donde ocurría la novela, “esos lugares que en algún momento han sido prósperos en los 80 y los 90, con un componente industrial muy fuerte, salarios más o menos estables y una actividad social que hoy no existe, y que han tenido que cambiar y adaptarse a otro tipo de forma de vivir”.
Eso provoca que su protagonista acabe condicionada por su entorno, algo que siempre ha interesado al director y su coguionista, que buscan esas “relaciones entre individuo y contexto, entre lo particular y lo colectivo”. También “todo lo que tiene que ver con las dinámicas y relaciones de poder en los ámbitos más institucionales, entre el empleado y el jefe de empresa”. Aquí aparece con esos sindicatos y su huelga, única forma de conexión de la protagonista con lo colectivo en una sociedad individualista y solitaria.
Sitios donde normalmente no mira el cine español, algo que para Pérez Sañudo tiene que ver con un tema que está en el debate: “¿Desde dónde se hace cine?, ¿quién puede hacer cine?”. “Creo que tiene mucho que ver también con las preocupaciones de quien hace cine y de quienes permiten que se haga determinado tipo de cine. Estoy refiriéndome en concreto a plataformas o personas que trabajen en cadenas. Los mecanismos de poder de la industria. Quizá por eso tenga menos espacio. No sé si estoy en lo cierto, pero me da la sensación de que puede tener algo que ver con eso”, zanja.
Hay en Los últimos románticos una reivindicación de lo colectivo que su director no esconde. “Me parece que la sociedad es más individualista hoy en día y eso afecta a las maneras de socializar e incluso de reivindicar algo. Me da la sensación de que antes, cuando había 500 operarios en una fábrica, uno veía que sus problemas pueden ser más similares. Ahora, por la individualización y particularización del ocio, algo que también produce el teléfono móvil, eso también deteriora lo colectivo y nos dirige a algo más individualista”, opina aunque a su protagonista no le sea suficiente, “esa comunidad no le termina de servir para servir adelante, y eso remite a una frase de un filósofo, Roberto Espósito, que dice que la comunidad es imposible, pero es necesaria”.