En el anterior capítulo de esta serie terminábamos comentando un acontecimiento histórico-filosófico que marcó un punto de inflexión en la Historia contemporánea: el certificado de defunción oficial de la Modernidad, el 17 de noviembre de 1977 en Venecia. Un año después de esa histórica asamblea de intelectuales a la que nos referimos los españoles nos dotábamos de una Constitución que nos homologó políticamente con las democracias liberales occidentales. Fue un noble intento de superar la no siempre ejemplar historia de nuestro constitucionalismo patrio. Se trataba de permitirnos a todos los españoles convivir en paz y libertad; de intentar zanjar las heridas abiertas durante la última etapa de nuestra vida colectiva con espíritu de reconciliación histórica, y de superación de divisiones y contiendas fratricidas. En esos trabajos ocupó un papel no menor el tratamiento dado a la religión y en especial, por obvias razones, a la religión católica. La realidad de nuestra identidad nacional e histórica que ya hemos glosado, indisolublemente asociada a la Cruz, explica los eventos políticos y sociales vividos durante el siglo XIX y la guerra civil. Fueron la lamentable consecuencia del enfrentamiento entre ella y las ideas y valores surgidos de dos grandes revoluciones. Primero la francesa, a finales del XVIII y traídas a España por los ejércitos napoleónicos a continuación, y en segundo lugar por la revolución bolchevique del «octubre rojo»de 1917. La hostilidad claramente agresiva hacia la libertad religiosa de la Iglesia y de los católicos por parte de la Segunda Republica dará lugar a una persecución nada más nacer ésta el 14 de abril de 1931 con la quema de Iglesias y conventos en diversas ciudades de España, anticipo de la que se producirá con la revolución de Asturias de 1934 y en 1936 recién comenzada la guerra civil. Una idea de la gravedad de esos sucesos la aporta conocer que superó a las históricas persecuciones de Nerón y Diocleciano durante el Imperio Romano y a las de los Cristeros en la guerra en México (1926/1929). Superando incluso (en términos relativos a la población total), al número de víctimas provocadas entre los cristianos ortodoxos en Rusia, por la Revolución comunista.Con esta sucinta referencia a nuestra Historia no hemos querido sino intentar reflejar lo que De Gaulle resumía al referirse a su patria: «Una Idea de Francia», al igual que ya hemos tenido ocasión de desarrollar en capítulos precedentes «Una Idea de España». Es una «Idea» que encuentra eco en las palabras que san Juan Pablo II dirigiera a Europa precisamente desde Santiago de Compostela al despedirse de su primera visita apostólica a España. Escuchar ahora esas palabras, dirigidas desde ese lugar, emblemático para las raíces cristianas de España y de Europa entera, y fijando la atención en la fecha en que fueron pronunciadas adquieren un significado extraordinario.. «Europa, vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad espiritual en un clima de pleno respeto a las demás religiones y a las genuinas libertades. Da al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. No te deprimas por las crisis sociales o culturales que te afectan ahora...». El año anterior, el Papa había sobrevivido a un gravísimo atentado contra su persona, que parecía dirigido desde una URSS que contemplaba con gran preocupación el proceso que en su Polonia natal –entonces bajo régimen comunista– había provocado su elección como el 265 sucesor de Pedro. Pero se acentúa esa impresión al constatar que en esa misma fecha (9 de noviembre), siete años después en 1989, el Telón de Acero o Muro de Berlín –que dividía la Europa Occidental de la Europa comunista– se desmoronaba como una castillo de naipes. Fue, sin duda, una no «mera» coincidencia, y sin violencia alguna entre la OTAN y su homónima soviética, el «Pacto de Varsovia». Europa, la antigua Cristiandad, tenía la oportunidad de una reunificación o reencuentro similar al que en España nos dimos con el Pacto Constitucional de 1978. Pesaron más otros intereses, ambiciones y poderes, enfrentados al que la Providencia de la mano de María había querido para Rusia, Europa y el mundo y que había dado a conocer en Fátima en 1917. La libertad humana no eligió esa mano Materna tendida para el reencuentro en la paz y la libertad, y hoy vemos cómo la guerra está presente desde hace casi tres años en aquellas tierras que la caída del Muro había vuelto a unir físicamente. ¿Cómo no oír esas palabras aplicadas a nosotros...? El Papa habló a Europa desde España y desde un lugar emblemático para las raíces cristianas de España y de Europa entera. Ese eco se multiplica también al recordar la que nos dirigió en su despedida de la última visita a España en mayo de 2003 desde la Plaza de Colón de Madrid: «España tierra de María. España evangelizada, España evangelizadora. Ése es el camino.». Han transcurrido 21 años desde entonces, y Europa está sumida en un proceso de descristianizacion al que España no es ajena, con lo que comporta de pérdida de una cultura y unos valores surgidos de esas profundas raíces cristianas. No debe olvidarse que ese proceso para una nación como España, cuya identidad nacional e histórica es indisociable del cristianismo , comportaría el riesgo existencial de una eventual desaparición. De ahí la necesidad de aprender de otros países y muy en especial de Francia –«la fille ainê de l’eglise” (la hija primogénita de la Iglesia)– que con la Ilustración traída por su Revolución ha abandonado aquellas raíces y se encuentra en una encrucijada existencial en la actualidad. España es un objetivo singular para las «fuerzas del mal», conscientes de la importancia que tiene como evangelizadora y compartiendo lengua, religión, cultura e historia con las naciones que hoy representan casi la mitad de la catolicidad universal. Y por la que María tiene una particular predilección, como nos recordó San Juan Pablo II, y que es un muy providencial auxilio en estos tiempos de tribulación que nos acechan. La sociedad española de hoy es una sociedad plural, culturalmente cristiana, pero profundamente secularizada. Hace apenas 21 años, cuando el Papa se despedía de España como hemos recordado, un 80% de los españoles mayores de 18 años se definían a sí mismos como católicos en la serie histórica de los barómetros del CIS de 2005-2006 (por tanto antes de Tezanos). Y hoy esa cifra se ha reducido hasta quedar por debajo del 60%, lo que es una muy elevada reducción en tan corto espacio temporal. Es evidente que esa autodefinición no implica necesariamente ni una práctica religiosa ni una vida ordinaria en coherencia con la Fe que se afirma, pero es un dato que no debe infravalorar el potencial cultural, ético y moral, que expresa un porcentaje de esas características todavía. En un ambiente cultural como el actual, esa realidad social sólo puede entenderse como una confirmación más de la presencia entre nosotros de un auténtico patrimonio de civilización herencia de nuestras profundas raíces cristianas. No obstante, el peligro para la libertad y la democracia –«cuya fuerza depende de los valores que promueve»– como afirmó el Papa en la referida última visita apostólica a España, es el laicismo. Es decir, querer encerrar las convicciones religiosas en el ámbito de lo privado negándoles cualquier relevancia pública. Entre nosotros está muy presente desde el acceso al gobierno del PSOE en 2004 –tras el 11M– y que ahora se quiere imponer de forma tan descarada como implacable por el actual sanchismo gobernante, en la práctica un Frente Popular como el de la desdichada Segunda República. La España de hoy está organizada jurídicamente como un Estado aconfesional que es muy diferente de un Estado laico, como de hecho pretenden imponer. La frase «La Fe no se legisla» es el paradigma del laicismo que se pretende imponer aquí y ahora en España.Por el actual Frente Popular, que para esa tarea ha tomado el relevo del gobierno socialista de 2004.