Cada vez que terminaba un combate en el
UFC 308, un hombre afroamericano y con un traje de color burdeos entraba al octágono, micrófono en mano, y tenía el privilegio de intercambiar las primeras palabras de los luchadores, aún dentro de la jaula y con el corazón latiendo aceleradamente, presos de la adrenalina.
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