El equipo del IzotzaLab en el Centro Vasco para el Cambio Climático (BC3) trabaja con núcleos extraídos en diferentes regiones del planeta para entender mejor cómo se transforma la nieve en hielo y hacer reconstrucciones climáticas aún más precisas
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Todo el hielo antiguo extraído en testigos cilíndricos en diferentes zonas del planeta se ha acumulado en capas a lo largo de milenios como en un gigantesco tiramisú. Tanto en los núcleos extraídos de la Antártida como en Groenlandia o los glaciares alpinos, el proceso de formación es el mismo: la nieve se deposita sobre el terreno helado y se va compactando a medida que pasan los siglos hasta convertirse en la tarta con diferentes estratos de hielo que los climatólogos extraen de las profundidades y usan para sus reconstrucciones.
Dentro están escritos los detalles del clima de hace decenas de miles de años, no solo en las burbujas de aire de atmósferas del pasado, sino en cambios estructurales que aún no son bien conocidos y de cuya comprensión depende que los modelos sean mucho más precisos.
En el interior de una pequeña sala aislada de un edificio de Bilbao, a 30ºC bajo cero, Patricia Muñoz y Nicolás González trabajan en la solución de este problema estudiando la microestructura del hielo. Ambos están equipados con trajes de protección contra el frío y miran al microscopio varias muestras procedentes del interior de la corriente de hielo del noreste de Groenlandia, un fragmento de un núcleo de 120 metros de profundidad procedente del proyecto EastGRIP.
Están en el laboratorio del hielo del Centro Vasco para el Cambio Climático (BC3), bautizado como IzotzaLab, y escrutan una finísima lámina de hielo como si fuera un códice secreto. Solo que, en lugar de letras, son sus pequeñas grietas y burbujas las que describen los cambios de tensión y temperatura acumulados durante siglos.
“Nuestro cometido es explicar el proceso de transformación de los gránulos de nieve en el hielo”, explica Sérgio Henrique Faria, director del laboratorio, durante la visita de elDiario.es a sus instalaciones. “Cuando la nieve se va compactando hay una serie de procesos físicos y fotoquímicos que hacen que se forme ese registro climático; si no conoces esos detalles puedes coger el hielo profundo y llegar a conclusiones que no son exactamente correctas”.
Nuestro cometido es explicar el proceso de transformación de los gránulos de nieve en el hielo
Si uno toma uno de estos testigos y lo recorre visualmente de arriba a abajo, explica el especialista, verá que en las capas superiores y más recientes el hielo es mucho más poroso, mientras que a medida que se acumula el peso y se retrocede en el tiempo se va convirtiendo en una estructura más sólida. En los testigos de hasta 3.000 metros de hielo tomados en la Antártida, asegura, a medida que desciendes vas viendo cómo se van reduciendo los poros hasta que se concentran en burbujas pequeñitas. “Cuanto más viejo es el fragmento, está más apretado y tiene menos poros”, explica Nicolás González.
“Esto ofrece información sobre el momento en que cayó la nieve, porque se compacta de forma distinta según la temperatura”, señala Faria. “La temperatura afecta a la microestructura haciendo que el tamaño de los cristales cambie: cuando es más alta, los cristales tienden a ser más grandes y cuando es más fría, son más pequeños”. No puedes saber cuántos grados habría marcado el termómetro, pero sí documentar la secuencia de periodos más fríos o más cálidos.
A partir de los 800 metros de profundidad se empiezan a notar capas grises y blancas que aportan información sobre cambios en periodos más extensos de un pasado más remoto; las zonas oscuras donde se acumulan las impurezas corresponden a periodos glaciares y las más claras a periodos interglaciares más cálidos, debido a que en los primeros retroceden los mares y se acumulan más sedimentos sobre el hielo.
Otra de las fuentes de información son las pequeñas fisuras que se observan en la estructura del hielo, pues muestran cómo se fueron juntando los cristales y donde se produjeron las diferentes tensiones. “Por eso es tan importante que no haya ningún cambio brusco de temperatura de los testigos desde que los traen hasta que los manejamos, porque su tendencia es a relajarse y se perderían estas pistas”, destaca Nicolás González. Su objetivo es mantenerlo a una media de -50ºC para paralizarlo y que deje de expandirse. “Es como hacerle una autopsia al hielo”, admite. “Le estamos preguntando: ¿por qué te has estresado?”. Este detalle es particularmente importante en la muestra traída de Groenlandia, que pertenece a un río de hielo que se mueve a un ritmo de unos 55 metros por año.
Una capa de impurezas produce debilidad en el plano horizontal y que lo que está encima se deslice más rápido
La velocidad a la que se desliza el hielo está condicionada, a la vez, por la presencia de impurezas como cenizas o partículas minerales, que también influye en la transformación de la nieve en hielo y afecta a la estructura de forma global. En un estudio reciente con el hielo recogido en los glaciares pirenaicos del Monte Perdido, por ejemplo, González ha encontrado partículas de polvo, probablemente del Sáhara, que se depositaron hace unos cientos de años.
“Lo interesante es que pequeños cambios a esta escala pueden modificar la velocidad a la que se mueve el glaciar”, subraya el investigador. “Imagina que tienes la masa de hielo, una capa con mucha continuidad lateral de impurezas; eso es una capa de debilidad en el plano horizontal que hace que lo que está encima se deslice más rápido. Un glaciar desparece porque se mueve para abajo, y cuanto más rápido se mueve, antes desaparece”.
La fuente de información que todo el mundo tiene en la cabeza cuando hablamos de hielo antiguo es el aire de atmósferas pasadas que contienen las burbujas que quedaron atrapadas en el hielo hace miles de años. No es el objeto de estudio específico de este laboratorio, aunque sí analizan el contenido gracias a la colaboración con los equipos de química analítica de la UPV/EHU. “Si vas hacia abajo, las burbujas van a tener muestras de climas más antiguos”, explica Patricia Muñoz. Y cuanto más profundas están, más comprimido está el aire, lo que puede causar pequeñas perturbaciones que estropean el material. “A veces se corre el riesgo de que una burbuja dañe la muestra que miramos al microscopio”, relata.
A veces se corre el riesgo de que una burbuja dañe la muestra que miramos al microscopio
Sérgio Henrique Faria lleva 20 años trabajando con estas muestras y reconoce que le sigue emocionando la idea de que esas burbujas contengan aire que lleva atrapado miles de años. Es este proceso de presión lo que diferencia al hielo acumulado naturalmente al que creamos los humanos en un frigorífico. “El hielo antiguo es más poroso y se corta con más facilidad, el otro es como un bloque, se resquebraja”, describe. El hecho de que contenga aire comprimido explica por qué si lo pones en el agua empieza a generar una especie de efervescencia, al liberarse de golpe una cantidad de aire que estaba confinado en un espacio muy reducido.
“Yo he trabajado con hielo de 2.000 metros de la Antártida y he podido escuchar ese sonido”, recuerda. “Una vez estaba mirando en el microscopio y, por pura coincidencia, vi cómo una burbuja de apenas unas micras explotaba bajo mi lente y producía un ¡plop! Ese aire llevaba encerrado ¡87.000 años!”.
Entre los 600 kilos de hielo que han llegado en los últimos dos años hasta el IzotzaLab desde diversos lugares del mundo —distribuidos en decenas de testigos y guardados en dos arcones—, el equipo del BC3 estudia con especial interés los que llegaron hace meses desde Groenlandia a través de Japón. Se trata de un núcleo que abarca los 120 metros más superficiales de hielo, que alcanzan una edad alrededor de 800 años y que están analizando desde abajo hacia arriba. Los investigadores creen que servirá para comprender los procesos de transformación de nieve y hielo, además de acercarse al momento en que nuestra actividad cambió para siempre la atmósfera, tras la revolución industrial.
“De momento no vemos un punto de inflexión en la microestructura del hielo, pero nos queda mucho trabajo”, explica Faria. Sus esfuerzos se centran en descifrar los signos escritos en el hielo en forme de grietas, deformaciones y burbujas como si fueran la tipografía de un lenguaje secreto. En una de las imágenes, la luz que atraviesa la muestra permite apreciar el proceso por el que la nieve va transformándose todavía en hielo, como si hubiésemos detenido el tiempo. En otra, tomada con luz superficial y a una escala 10 veces más pequeña, los espacios que han dejado las burbujas rotas al cortar la muestra parecen piedras negras vistas desde las alturas sobre una banquisa ártica.
“Daría para una exposición de arte”, asegura Nicolás González delante de la pantalla. “Somos los primeros en mirar esto y estamos trabajando con una inteligencia artificial que nos permita, solo metiendo este tipo de imágenes, ver todas las características principales, tamaño de grande burbujas, fisuras, etc”, añade. “Nuestro objetivo es proponer un modelo nuevo y mejor que los existentes, un nuevo estándar que afectaría a todos los estudios climáticos del pasado, tanto a los de los polos como a los glaciares”, señala el director del laboratorio.
“El registro histórico climático se mide en puntos que son cada metro o cada diez metros, pero en las últimas investigaciones estamos yendo ya a la escala de centímetros”, resume Faria. Dicho de otra manera, es como si en el libro del clima solo hubiésemos podido leer hasta ahora los títulos de los capítulos, pero necesitáramos empezar a entender las primeras frases. “Tenemos que afinar el registro y mejorar nuestras interpretaciones; hay una presión muy fuerte de la comunidad para crear un modelo más refinado que explique la transformación de la nieve en el hielo sólido y reduzca la incertidumbre de los modelos que el IPCC manejará en los próximos años”, concluye.