En pretendida sintonía con una afirmación pronunciada por un gran maestro del terror –portador de un corazón similar al de un niño pequeño y conservado metafóricamente en un frasco de vidrio sobre su escritorio– como Stephen King, podemos afirmar sin miedo a equivocarnos y atendiendo al tono y a la forma de todos esos estrenos en cartelera que vaticinan un Halloween intenso que los monstruos son reales y los fantasmas también porque «viven dentro de nosotros y a veces incluso ganan».
Las cosas que siguen dando miedo llamando a la aparición del temor, invocando los peores pensamientos y propiciando las sensaciones más extremas, siguen siendo las que nacen de uno mismo, las que habitan en un interior que imaginamos dormido en un lugar seguro al que solo somos capaces de asomarnos si es a través del parapeto ficcionado de una pantalla. Por eso la premisa argumental de la segunda entrega de la popular «Smile» reconecta de nuevo con la exploración de los traumas ofreciendo una interesante y entretenida mitología propia de sustos y maldiciones canalizados a través de un rostro que sonríe para esconder la oscuridad densa de esa gestualidad positiva que anticipa la muerte.
El cineasta norteamericano Parker Finn vuelve a encargarse de la dirección de la cinta, como ya hiciera con la primera, proponiendo una pirotecnia visual más inflada que en la anterior pero abrazando los parámetros heredados de aquella en cuanto a pautas de contagio de la maldición que arrastra la protagonista: una afamada cantante que prepara una ambiciosa gira y que apenas un año después de sufrir un trágico accidente de coche ocasionado por sus problemas con las drogas y el alcohol, acaba siendo víctima de la introducción de un ente malvado en su mente que la induce de manera directa al abismo.
La pérdida de control ante su propia vida y la oleada de caos y muerte desatadas como consecuencia de la posesión invitan al estremecimiento de los cuerpos y a un desasosiego constante que entronca con la adrenalínica tensión ambiental de otro de los títulos que van a colonizar las próximas semanas de calabazas y apariciones: «Terrifier 3». La película de Damien Leone, que se estrena el 31 de octubre, promete provocativos efectos y sugerentes tramas propias del paradigmático slasher, especialmente si tenemos en cuenta que ya ha habido diferentes grupos de asociaciones cristianas que se han congregado frente a salas de cine donde se proyecta para protestar por el «Santa satánico» que representa el estereotípico personaje de Art the Clown –un payaso demoníaco asesino que solo aparece en las noches de Halloween–, que invade la escena en los primeros minutos de metraje.
Siguiendo con la línea de las representaciones sacrílegas y las apariciones luciferinas está «Libera Nos: el combate de los exorcistas», el primer y único largometraje documental aprobado por la Asociación Internacional de Exorcistas (entidad bastante peculiar cuya surrealista estructura que existe gracias a los seis sacerdotes que la fundaron en 1993), dirigido por Giovanni Ziberna y Valeria Baldan y cuya fecha de estreno está prevista para el 25 de octubre. Revistiendo su potencial target a un público generalista exento de creencias religiosas o practicante habitual de cualquiera de ellas, el documental incluye entrevistas a exorcistas, a peritos psiquiatras y ofrece información real y en apariencia, objetiva, sobre "las tácticas del Diablo" y "el modo de hacerles frente".
Por otro lado, aparcando la posesión descontrolada de las sotanas, dos títulos finales ocupan la traca de lanzamientos terroríficos: «Nunca te sueltes», de Alexandre Aja (conocido por «Las colinas tienen ojos»), y «El llanto», debut cinematográfico con el que Pedro Martín-Calero consiguió hacerse con la Concha de Plata a mejor dirección en la última edición del Festival de San Sebastián y que aterriza el 25 de octubre. Mientras la primera nos sumerge en el enclave natural de una cabaña en el bosque donde viven una angustiada madre y sus dos hijos bajo el influjo de un espíritu maligno, la segunda, protagonizada por Ester Expósito, que interpreta a una joven adoptada que vive un acontecimiento traumático y cuya angustia por la existencia de una aparición violenta dialoga en los márgenes temporales de hace veinte años con otra sucedida en la Argentina de los noventa por mujeres portadoras de sus mismos miedos, subraya la herencia de dolores femeninos traspasada de madres a hijas. Contraviniendo a King y rescatando la máxima que mencionábamos al comienzo, intentemos permitir que no ganen.