Nuria cumplió 19 años en su primer ingreso psiquiátrico en el Hospital 12 de Octubre. De aquella primera vez recuerda muchas cosas. La confusión, las alucinaciones, la fuerte medicación que hacía que no pudiera retener la saliva en la boca. Por encima de todo, tiene grabada la tarta de cumpleaños que le llevó Miriam, su hermana pequeña. A aquella hospitalización de cinco meses siguieron otras seis que se han extendido durante más de una década y un doble diagnóstico: esquizofrenia paranoide grave y Trastorno Límite de Personalidad (TLP). En mayo cumplirá dos años en la Unidad de Rehabilitación y Retorno a la Comunidad (URRC) del Centro San Juan de Dios en Ciempozuelos, un ingreso que podría ser el último. Nos lo cuentan Nuria y Miriam al tiempo que se lo relatan la una a la otra; los buenos momentos, las crisis, el largo camino transitado. Y lo que se quieren y lo que se admiran. Desde luego no lo han tenido nada, nada fácil.
Las dos recuerdan el debut de la enfermedad de Nuria de manera parecida aunque no exacta. Sí coinciden en que, de pronto, empezó a hacer cosas raras con absoluta convicción y en que la hermana pequeña pasó a ser la mayor. Con apenas catorce años, vio que le tocaba madurar a marchas forzadas. Llevaban años al cuidado de sus abuelos junto a una tercera hermana más mayor después del abandono tempranísimo de la madre, también afectada por la esquizofrenia, que acabaría dejando a seis hijas de distintos padres en manos de terceros. Las curvas solo acababan de empezar. Explica Miriam: «Empecé a notar que decías cosas fuera de lugar, fuera de la realidad. Siempre te gustó la música y recuerdo que le hablabas a la radio desintonizada, diciendo que ibas a firmar un contrato como cantante».
Nuria recoge el guante y dice que estaba convencida de que era la novia del hijo pequeño de Ortega Cano. De que podía hablar con él a través del transistor apagado. Ambas se parten de risa. Cuando lograron estabilizarla, la vuelta a casa se hizo muy extraña. «Para mí fue muy impactante ver cómo cambiabas con la medicación. Nos criamos juntas, y siempre fuiste una persona fuerte, con mucha personalidad. Verte sin poder controlar incluso tu propia saliva fue durísimo». La jovencísima Miriam se ató los machos y se puso al frente del asunto. Controlaba que su hermana tomara la medicación, se hacía cargo de la burocracia, iba al instituto y reconvenía a los abuelos por ser demasiado protectores y permisivos. Fueron años de muchos altibajos, salidas y entradas a plantas psiquiátricas, días en los que Nuria desaparecía y periodos de mayor calma en los que trataba de retomar los estudios con escaso éxito. «Era un sube y baja constante. A veces mejor, otras peor. Era complicado mantener una rutina, concentrarme, estudiar o trabajar. Los altibajos emocionales eran enormes. Lloraba, reía, me alteraba fácilmente. Me diagnosticaron TLP».
Nuria habla con los ojos verdes muy abiertos y cuando quiere reflexionar bien la respuesta se pasa la mano por la cabeza recién rapada. Si no está de acuerdo con Miriam la corrige con un «hermana, escucha...» que suena tan suave como «te adoro, aunque no esté de acuerdo siempre contigo». No hace falta tener mucha psicología para ver el bálsamo que significa para Nuria este vínculo. Cuánto le centra. Así lo resume ella con una emoción que pone los pelos de punta: «Hablamos casi todos los días. Para mí, ella es una ayuda increíble, la quiero más que a mi vida. Ha sido lo mejor que me ha pasado junto con mi abuelo. Me trata de una manera... no sé, con delicadeza. Es un orgullo tenerla, es alguien que sabe muy bien lo que se hace. Muchas veces la necesito, no porque esté mal, sino porque es mi manera de estar en el mundo».
Uno de los problemas principales del TLP es la desregulación emocional y la impulsividad. A los afectados, la mayoría mujeres, les cuesta mucho manejar el volcán que sienten dentro. Para lo bueno y para lo malo. Por eso uno de los efectos es que acaban metiéndose en relaciones tortuosas y a menudo abusivas. Las hermanas Gallego tienen clara esta dinámica. Dice Miriam: «A ver, hemos tenido nuestros altibajos, sobre todo por malas amistades o relaciones que no le aportaban nada bueno a ella. Estuvimos sin hablar un año y pico por eso. Nuria se quedaba en las relaciones hasta agotarlas, hasta lo peor. Lo daba todo y no recibía nada a cambio». Responde la aludida: «Es verdad. Muchas veces me influían tanto que me peleaba con ella, incluso la insultaba o la amenazaba. Vivimos las relaciones con mucha intensidad y lo hacemos en poco tiempo además».
La manera en que ha manejado la última ruptura sentimental ha sido un subidón para las dos. Dice Miriam que «en esa relación había cosas que no veía bien, se las comenté a modo de observación y ella me dijo que no le aportaba nada seguir con esa persona y que lo iba a dejar. Fue impresionante». Esto, que parece algo nimio, es un paso de gigante para alguien con TLP. Igual que ser capaz de tener un conflicto sin escalar hasta el huracán o aceptar que no siempre se obtiene lo que uno quiere. «Le ha servido muchísimo la terapia. Antes era muy complicado porque siempre quería que estuviéramos con ella, que viniéramos todos los sábados, y no siempre era posible. Pero ahora entiende que no podemos estar todo el tiempo a su disposición, y ha aprendido a gestionarlo. Si me ponía mala o tenía que ir a trabajar me formaba unas... Pataleta total. Ella acababa también muy mal, llorando, se ponía agresiva porque no tenía lo que quería en el momento», explica Miriam.
Asiente Nuria y asegura que ahora, simplemente, se pone en el lugar de su hermana: «Es que me preocupo por ella, no solo por mí. Aquí estoy trabajando la madurez. Cuando llegué, entré llena de rabia y pegando a todo el mundo. No era consciente de lo que hacía. Con el tiempo y las terapias, a base de ir hablando las cosas y soltando todo lo que tenía dentro, he ido mejorando y tomando consciencia de lo que me ocurre. Antes me ponía a la defensiva, pero ahora entiendo más las cosas y soy menos agresiva en mi forma de ser y de hablar. Estoy aprendiendo a controlar las emociones y a resolver los conflictos sin dejarme llevar por la avalancha emocional. Eso me ha ayudado a estar más tranquila y ser menos impulsiva». (Insistimos: es un avance al nivel de que un agorafóbico vaya a una manifestación).
A sus 29 años, Nuria se prepara mentalmente para una salida definitiva del San Juan de Dios. Aquí ha estado cuidada, protegida, pero tiene más ganas que temor de lo que pueda venir. Tiene ilusiones concretas, como disfrutar de un nuevo sobrino o convertirse en chef, y otras más amplias como empezar de nuevo. Su psicóloga, Noelia Pérez, refrenda el avance, que ha sido «muy favorable». Tanto como para que se planteen «objetivos personales orientados a su plena integración en un entorno comunitario», que es la meta final de esta unidad interdisciplinar. Nadie sabe cuándo será el alta, pero las dos hermanas tienen claro que quieren volver a vivir juntas. Esta vez en casa de Miriam, la pequeña-mayor que ahora tiene casi 25 años y que se independizó en Aranjuez hace tiempo gracias a su trabajo en una panadería. Las cosas serán distintas, confían ambas, porque habrá unas reglas claras y unas rutinas estrictas. Ya han probado a hacer alguna escapada y ha sido muy positiva porque ya no solo se cuidan, ahora también se disfrutan. Miriam, que es quien mejor la conoce, da un diagnóstico final: «Nuria ha sido para mí un ejemplo de mucha superación. Mucho tiempo, mucha constancia. Ha avanzado tanto... Últimamente vengo mucho a verla. Pero porque disfruto de estar con ella y ella también. Me gusta verla feliz y, sobre todo, poder hablar sin que todo sea “yo, yo, yo”. Ahora escucha, es una conversación muy diferente, hay comprensión. Me cuenta las cosas más tranquila, más relajada. Ha cambiado totalmente su forma de ver las cosas y me encanta. Y yo también he cambiado por ella». Asiente esta vez Nuria: «Hermana, es que estamos muy a gusto».