(*) Por Álvaro Másquez Salvador, abogado especialista del Instituto de Defensa Legal (IDL)
Las guardias indígenas expresan la autonomía a la que tienen derecho las comunidades y organizaciones indígenas en el Perú, según las normas nacionales e internacionales. Se gestaron en la Amazonía con la intención de resolver un problema concreto: la violencia creciente que padecen y pone en peligro sus vidas y territorios, casi siempre a causa de actores ilegales –aunque también legales– que buscan apropiarse de sus riquezas por lucro. Los conflictos por madera, oro, aceite de palma o cocaína –todos commodities altamente apreciados– han exacerbado este problema con resultados letales: 35 líderes indígenas han sido asesinados en los últimos cuatro años.
Para nadie es un secreto la incapacidad del Estado para ejercer la gobernanza en esta parte del Perú, por la falta de recursos y de voluntad política, que tienen mucho que ver con la percepción racista de algunas autoridades que consideran a los indígenas como “ciudadanos de segundo nivel”. En la Amazonía, precisamente, este fenómeno puede constatarse en dos hechos: i) la presencia escasa y deficiente de las autoridades estatales; y ii) el rol activo de dichas autoridades en la explotación de los recursos naturales en territorios indígenas.
Aunque se han avanzado algunos pasos en las políticas, a través de iniciativas como el “mecanismo intersectorial para la protección de las personas de DDHH” a cargo del Ministerio de Justicia, lo cierto es que, en el terreno, la debilidad del Estado es la regla. En medio de la anomia, han sido las organizaciones criminales –más o menos vinculadas a la clase política– las que han capturado el poder en zonas críticas.
¿Cómo no reaccionar en un escenario así? A lo largo de toda la Amazonía, con el mismo instinto de supervivencia, son varios los pueblos que hoy responden a la violencia con autoorganización. Para los Shipibo Konibo y Kakataibo, son las guardias indígenas; para los Asháninka, la seguridad indígena; para los Awajún, la policía comunal, y así un largo etcétera. El asunto es no quedarse con los brazos cruzados. En principio, porque debemos reconocer que el Estado nunca cumplirá a cabalidad con su obligación de brindarles “seguridad”, pero también porque las organizaciones indígenas tienen derecho a construir sus propias instituciones de “protección” (que corresponde a un concepto más integral) con autonomía del Estado.
En este contexto, las guardias indígenas se han propuesto como objetivo central brindar protección a los territorios de sus comunidades y pueblos frente a cualquier tipo de amenaza, externa o interna, a través de acciones de patrullaje e intervención de terceros. Jurídicamente, este ejercicio de la fuerza está respaldado por los artículos 149 de la Constitución y 9 del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, que reconocen el derecho de los pueblos indígenas a su propia jurisdicción. Al ser normas con jerarquía constitucional, están por encima de todas las demás en el derecho nacional, incluso sobre las leyes que aprueba el Congreso.
Desde una perspectiva política, al menos tres características hacen valiosas y necesarias a las guardias indígenas en el Perú de nuestros tiempos.
En primer lugar, son una iniciativa surgida desde las bases del movimiento indígena, de abajo hacia arriba, con la autoridad que les reconoce el derecho, sin intervención estatal. A diferencia de otros órganos creados con funciones aparentemente similares, como los comités de vigilancia y control forestal comunitario del sector ambiente, las guardias indígenas responden a las necesidades inmediatas de las poblaciones locales antes que a las políticas del Estado, con un mejor diagnóstico de la realidad y mucha más legitimidad social para el ejercicio de sus funciones. Como ocurrió antes en el mundo andino, donde se constituyeron primero las rondas campesinas y luego consiguieron el aval del Congreso para enfrentar el conflicto armado interno, las guardias aspiran a recorrer el mismo camino de oficialidad. Antes que considerarse ambientalistas, su prioridad es proteger sus territorios y, a través suyo, sus propios medios y estilos de vida.
En segundo lugar, tienen capacidad para hacer uso de la fuerza contra personas indígenas y no indígenas en base a sus propias costumbres (el derecho consuetudinario). Este es un atributo fundamental, pues determina su carácter como órgano responsable de la protección territorial a través del empleo de armas ancestrales y no solo por medios pacíficos. Aunque parezca inverosímil enfrentar arcos y flechas contra armas de fuego, la superioridad numérica y organizativa de las guardias indígenas genera un efecto disuasorio entre los invasores, haciendo que el uso de las armas ancestrales sea la excepción y no la regla.
En tercer lugar, al ejercer autonomía como organizaciones representativas, traen de vuelta el debate sobre el nivel de reconocimiento que ofrece el Estado a las experiencias de autogobierno indígena. A diferencia del derecho internacional, en Perú solo se reconoce la existencia jurídica de comunidades campesinas y nativas (también de pueblos en aislamiento voluntario o contacto inicial ante la imposibilidad de fragmentarlos), mas no de pueblos comprendidos como naciones; es decir, sujetos colectivos que agrupan a decenas o centenas de comunidades bajo un solo liderazgo político.
Este problema ha generado que pueblos como el Awajún o Wampis, constituidos desde hace muchos años en gobiernos territoriales autonómos, no puedan acceder a la personalidad jurídica, obstaculizando así su gobernanza territorial. Las guardias indígenas, al amparo de AIDESEP y su estructura orgánica, se agrupan por pueblos y no por comunidades, cubriendo millones de hectáreas de bosque amazónico, haciendo urgente volver a discutir quiénes son indígenas para el Estado y cuáles las organizaciones que ejercen vocería y poder político en su nombre.
Las guardias indígenas no son solo una propuesta política con bases comunitarias, sino una realidad con éxito: el desalojo de la Colonia Menonita en Caimito (Ucayali), la expulsión de taladores ilegales en Puerto Adelina (Loreto), o la captura de Rabel Ibarra, asesino confeso del dirigente Arbildo Meléndez (Huánuco), son solo algunos ejemplos de una nueva forma de comprender la gobernanza indígena en la Amazonía con nuevos protagonistas.