Llega un correo electrónico de despedida de un profesor que deja nuestra facultad. Y de improviso, me viene a la mente este verso de Wysława Szymborska que da título a la tribuna. Y es que no se trata de un traslado, ni tampoco de que este profesor haya decidido abandonar la universidad para irse a trabajar a la empresa privada. Es, simplemente, la despedida de alguien a quien la ley obliga a marcharse, una persona que ha estado impartiendo clase, investigando y publicando durante los últimos cuarenta años. Siempre en la misma facultad y siempre en el mismo departamento. Siempre sobre las mismas materias. Los años han volado, ha cumplido 70 y ha agotado, incluso, el corto período durante el cual uno puede seguir vinculado a la universidad como profesor emérito. Se acabó. Ya solo le dejan empaquetar sus libros, vaciar el despacho y despedirse, que es justo lo que acaba de hacer hoy. Con un mensaje muy contenido, por cierto, en el que nos desea a todos lo mejor para el futuro, nos da las gracias por lo compartido y afirma llevarse a casa solo lo bueno de lo vivido durante esas cuatro décadas, que parece ser suficiente como para que vaya a cruzar por última vez el umbral de la facultad razonablemente satisfecho. Lo cierto es que, por diversas circunstancias, no lo he tratado tanto como ahora hubiese querido: nos ocupamos de cosas diferentes, pertenecemos a áreas de conocimiento distintas y yo no llevo en la facultad ni la quinta parte del tiempo que él se ha pasado en ella. Da igual, en realidad, de quien se trate, porque, lamentablemente, hay muchos otros en su misma situación: gente lúcida, preparada, con ganas y fuerzas de seguir leyendo, pensando y escribiendo, y, sobre todo, con mucho (y bueno) que compartir con los alumnos. Gente a la que se manda a casa por decreto administrativo. Pretendemos que las cosas funcionen y a poco que uno lo piensa, hay demasiados asuntos importantes que dejamos en manos del azar, en particular, al albur de los meros números. Por ejemplo, toca decidir sobre quién va a gobernarnos y qué medidas va a aplicar para resolver los graves problemas que aquejan al país, y sucede que el único criterio para poder meter el sobre en la urna es tener cumplidos los 18, a pesar de que hay gente absolutamente irresponsable (e ignorante) a los 25 (¡y hasta a los 50!), igual que son muchos los adolescentes de 16 con más conocimientos, sentido del deber e interés por los asuntos públicos que la mayoría de los adultos que los rodean. Pero claro, es más fácil permitir votar en virtud del año de nacimiento que según la preparación y el grado de compromiso con la comunidad a la que se pertenece. Menudo trabajo evaluar todo eso, ¿no? Sucede algo semejante con este asunto de la jubilación de los profesores. Porque también hay docentes que a sus 50 años no han conseguido dar aún una clase decente, a los que sus alumnos rehúyen como a la peste y que llevan tres décadas sin publicar un trabajo académico. Son los menos, pero ahí siguen, año tras año, subiéndose a la tarima y perorando sobre temas que apenas entienden. Simplemente, aún no les toca marcharse. Sin duda, la edad trae limitaciones y no tiene uno la misma agilidad mental, idéntica capacidad de concentración o análoga resistencia física delante de los libros a los 20 que a los 70. Pero no estamos hablando de picar carbón en una mina, asfaltar carreteras en plena canícula o cargar camiones con sacos de cemento. Hablamos de transmitir el saber a la siguiente generación, algo que solo se consigue cuando se mezclan las cantidades apropiadas de experiencia, conocimiento, empatía, interés, vocación de servicio y muchas otras cosas… y aprender a preparar bien este cóctel lleva su tiempo. ¿O es que los profesores recién llegados a las facultades no presentan carencias? Todos hemos sido jóvenes y todos hemos sentido que el paso de los años nos ha vuelto mejores docentes. Y habrá, sin duda, profesores que llegados a los 70 no estén realmente en condiciones de seguir realizando bien su trabajo. Y muchos más, a buen seguro, que lo único que deseen sea irse a casa para poder hacer otras cosas. Pero lo razonable es determinar caso por caso cuáles son las circunstancias de cada cual, en lugar de agarrar la escoba administrativa y barrer de la universidad a todos los que han cumplido una cierta edad. En otros países, con muchos más defectos que el nuestro, son conscientes de todo esto y por eso, no hay una edad obligatoria de jubilación para los profesores universitarios. Sea como fuere (y siento volverme más pesimista), en este asunto intuyo algo más que la mera desidia o el simple automatismo administrativos. Vivimos, a todas luces, en una sociedad en la que ser joven es un valor al alza, por lo que no serlo, se ha convertido en un demérito. ¡Claro que es magnífico ser joven, estar lleno de fuerza, de ambiciones y de pasión por las cosas! Pero muchas de estas cualidades se siguen manteniendo con la edad y hay también muchas otras que vamos adquiriendo a medida que envejecemos. Y enseñar bien suele ser una de ellas… A quienes solo saben mirar al futuro, recordarles otro verso de Szymborska: «cuando pronuncio la palabra futuro, la primera sílaba pertenece ya al pasado». Y es que en eso consiste, después de todo, estar vivo.