La palabra crisis aparece en cada uno de los diagnósticos de nuestra época, tanto que ya es común considerarnos un tiempo de policrisis (también de poliamor, seamos justos). Y en el Perú la crisis de la representación es mentada desde hace mucho (apenas debajo de la crisis del fútbol peruano). De hecho, junto con Rodrigo Barrenechea en el último libro que hemos editado –Democracia asaltada (Universidad del Pacífico, 2024)– le dimos una vuelta de tuerca adicional a la cuestión de la crisis de representación argumentando que esta llegó a un punto de “vaciamiento democrático” y se ha encontrado con el auge de las economías informales y criminales produciendo una forma nueva y distintiva de crisis en el Perú.
De tanto en tanto, sin embargo, aparecen objeciones a la tesis de la crisis de representación, así como otras posiciones que llaman a relativizarla o matizarla. En los próximos párrafos me ocuparé de tres de esas críticas.
Pero antes delimitemos de forma muy, muy general la idea de representación. En términos básicos significa hacer presente a quien no lo está: ante su ausencia debe ser representado. Si me voy de viaje, mi esposa me representa legalmente; si voy al teatro a ver Antígona, una civilización que no existe hace siglos es representada. Se representa lo que no está presente.
En una democracia representativa, esto significa que los ciudadanos participamos de los asuntos políticos a través de representantes elegidos: no estamos presentes directamente. Pero no podemos nombrar a un representante que nos gobierne con prescindencia total de nuestras preferencias, en ese caso estaríamos ante una representación absolutista. La representación democrática supone una relación más o menos estable y continua entre política y sociedad. Es decir, una representación democrática funcional asegura la expresión política de los distintos intereses sociales. Este no es el único objetivo de la representación, pero sí uno crucial pues la relación fluida entre política y sociedad permite la rendición de cuentas efectiva de la primera ante la segunda.
Deben haber escuchado este argumento. Suele estar en boca de lo menos sofisticado de nuestra derecha: “No digan que estos congresistas no los representan porque ustedes votaron por ellos, la próxima vez infórmense mejor”. Varias cosas son interesantes en esta afirmación. Primero, efectúa una equivalencia ingenua entre elección y representación; o sea, solo habría problemas de representación donde no hay elección. Aunque, en realidad, quizás no se trata de ingenuidad sino de una transparente rabia contra la gente. Si pudieran, derogarían el artículo constitucional sobre la disolución del Congreso y lo reemplazarían con la disolución del pueblo. Es muy revelador que, en un ambiente de políticos prontuariados, estos comentaristas prefieran flagelar al ciudadano. Como si a los peruanos y peruanas nos dieran a elegir a cada elección entre Obama, Cardoso, Merkel y Mujica y, nosotros, necios, prefiriésemos a Boluarte.
Esta primera objeción, además, es aldeana. Quienes la esgrimen deben creer que ahí donde la representación política funciona se debe a que cada ciudadano estudia con detenimiento el CV de cada candidato y gracias a esa labor detectivesca los elegidos resultan representativos y capaces. No es así. Quienes realizan esa labor son los partidos políticos y ello permite que la ciudadanía pueda elegir una vez que la parte fundamental del trabajo ya fue hecha. En nuestro país, en cambio, hay decenas de emprendedores de la política cobrando por participar bajo su membrete partidario. En ningún lugar la dedicación de la ciudadanía revertiría una oferta política producto de subastas que lo admiten todo.
En resumen, esta primera objeción es inválida porque cree que el problema representativo puede solucionarse eligiendo mejor. Cuando, justamente, es casi imposible elegir bien donde hay una crisis de representación.
Este segundo argumento tiene un punto importante a su favor. El Parlamento peruano sería el extraño caso de un Legislativo con presencia importante de congresistas elegidos en los sectores humildes de la sociedad; lo cual es raro en sociedades tan desiguales como las latinoamericanas. Así, el Congreso peruano sería bastante representativo del país. El sociólogo Danilo Martuccelli ha sostenido esto recientemente al comentar nuestro libro y en otros foros. (De pasada: recomiendo muchísimo la exposición de Martuccelli hace unas semanas en el Instituto de Estudios Peruanos, a mi modo de ver es la mejor interpretación pública sobre el Perú contemporáneo en muchos años. Pueden verla aquí: https://www.youtube.com/watch?v=5jWmcVqaSlE). Entonces, decía, para Martuccelli la composición social del congreso relativizaría la idea de una crisis de representación (no la niega de plano) y, más bien, estaríamos ante la democratización de nuestro Legislativo.
Martuccelli tiene razón en el fenómeno que señala. De hecho, podemos ponerle cifras: según datos de Martín Hidalgo, 115 de los 130 congresistas tenía un sueldo menor al de legislador antes de resultar electos; 91 ganan más del doble de lo que recibían antes de su elección. Nuestra dolencia no es la plutocracia.
Sin embargo, ¿esta presencia plebeya implica una representación funcional? Y, en segundo lugar, ¿implica una representación democrática? No lo creo. En primer lugar, el fenómeno de representación menos elitaria tiene ya un rato en el Perú. Eso era el Congreso de Fujimori en los noventa. Mientras que en la oposición brillaban abogados de la PUCP, en la bancada del beeper eran legión los ingenieros de universidades públicas. O sea, desde entonces el Congreso se ha ido pareciendo más al país real. Pero asumir que esto es suficiente para una relación representativa implica considerarla una cuestión puramente mimética, especular. En realidad, muchas de las leyes que el Congreso promulga (con supermayorías, además) jamás se impondrían en un referéndum. ¿Por qué, entonces, habría que darle la condición de representativa a la semejanza racial, económica y/o social y no enfatizar la total disociación programática entre políticos y sociedad?
Y luego está la cuestión democrática. Como en los noventa, la representación plebeya está demoliendo a la democracia. La democratización social no puede cancelar la democratización política. Si la democratización social viene de la mano con la autocratización política, resulta problemático darle la condición de representación democrática.
Eduardo Dargent planteó esta objeción al presentar nuestro libro hace un par de meses. No afirma que la crisis de representación sea inexistente, pero enfatiza que muchos intereses legales, informales y criminales están bastante bien representados en la política nacional y en el Congreso en particular. Es decir, donde Rodrigo Barrenechea y yo observamos dos fenómenos relativamente autónomos (la crisis de representación y el desmontaje del Estado de derecho), Dargent sugiere que el segundo se desgaja del primero: se destruye el Estado de derecho porque los representantes fueron elegidos para eso. Ergo, llevan a cabo una representación efectiva.
Este también es un punto crucial. Es cotidiana la manera en que el Congreso legisla en favor de toda actividad particular, sea criminal, lícita o informal. El mejor negocio que puede realizar un grupo de peruanos en estos días es organizarse, alquilar un grupo de congresistas y conseguir que produzcan una legalidad a la medida de su negocio. Por eso se trata de un país con leyes y sin institucionalidad, con derecho y sin justicia.
Pero volvamos al punto, ¿significa esto la representación de sectores específicos? Tengo mis dudas. O, al menos, no como lo encontramos en otros países. Por ejemplo, la representación de intereses agrícolas en el Parlamento brasileño, que existen como organizaciones antes de la elección, se movilizan para que sus representantes sean elegidos y cuando dejan el cargo siguen involucrados en dichos sectores. O los cocaleros en Bolivia. O los jubilados en Uruguay.
En el Perú el asunto funciona de otra manera. Primero sucede la elección azarosa de un montón de inexpertos sin vínculos a organizaciones o intereses sociales. Una vez en el cargo descubren que se mueve en un sistema donde no se rinde cuentas ni ante las instituciones ni ante la sociedad. Notan, entonces, que la lotería no radica solamente en el salario y los viajes sino que aprenden rápidamente que la cosa puede ser más lucrativa. Caen en la cuenta de que se puede mochar sueldos o legislar para intereses clandestinos sin amenazas reales. Es decir, la gran mayoría se convierte en gestor de intereses particulares una vez que está ya instalado en su curul, sin que hay nada estructurado: ocasionales portavoces, portapliegos de subarriendo. Para decirlo con mi abuela: la ocasión hizo al ladrón. No se trata de negar que el Congreso refleja una sociedad informal y fragmentada sino de preguntarse si esa relación especular –de nuevo– relativiza la crisis de representación. Ni siquiera en la Bancada Magisterial encontramos cuadros encumbrados del sindicato de maestros, son más bien modestos profesores que terminaron por azar de congresistas. O se puede encontrar algún congresista que fue mototaxista, pero difícilmente un líder importante del mototaxismo (no confundir con la mototaxi naranja).
Quizás alguien como el presidente del Congreso tenga una relación más o menos constante con la minería informal, pero es un asunto individual y no tan común. Lo que abunda son potenciales gestores de necesidades puntuales (no representantes de intereses). Lo que sufrimos responde mucho más a la degradación profesional, ética, cognitiva, intelectual del elenco político que a la organización y representación de intereses particulares. En tal contexto, legislar es la interminable repartija de prebendas, recursos e impunidad. No hay forma de construir el “interés general” con la fragmentación de intereses enanos y subalternos (más de la mitad de los congresistas ha cambiado de bancada). Por eso hasta las normas más aberrantes las aprueban con supermayorías. Lo urgente es impedir es que esos intereses cuajen organizativamente y anclen en la representación política.
Un punto final: la forma de nuestro sistema político debe mucho más a todo aquello que no está representado que a los intereses puntuales que llegan a tener voz. Lo realmente distintivo en nuestro país es la cancelación política de los sectores sociales insatisfechos. Una parte del Perú está muy subrepresentada: crítica y ausente. El desafío se presenta, así, como una tarea ribeyrana: darle palabra al mudo. Unos pocos han callado a la mayoría. O sea, la crisis de representación. Cada vez más crítica. Próxima elección: 50 candidatos presidenciales. Como se preguntaba Joy Division, Where will it end?