Por encima de las mayorías parlamentarias fragmentadas, o de la imprevisibilidad de esta legislatura, creo que el mayor desafío que enfrentamos es rearticular una fuerza social que no sólo empuje para hacer realidad las medidas sociales, sino que las convierta en avances irrevocables
El nuevo curso político llega atravesado por una ola autoritaria mundial. Lo vemos con crudeza en el genocidio cronificado en Gaza y la guerra en Ucrania. Lo vemos en los mensajes xenófobos que inundan el debate público, apuntalando la migración como eje de una agenda antidemocrática global. Lo hemos visto en las recientes elecciones regionales en Alemania, y lo vemos cada día en el algoritmo de una red social convertida en instrumento de amplificación para esta ofensiva autoritaria.
Con todo, es importante recordar que la extrema derecha también acumula importantes derrotas electorales en este ciclo reciente. Su triunfo no está escrito en piedra. Es más: sabemos cuál es la receta para derrotarla. La filósofa Wendy Brown la ha resumido de manera elegante: “Más que una persuasión ideológica, la justicia social es todo lo que hay entre el sostenimiento de la promesa de la democracia y el abandono total de esa promesa”.
Es un planteamiento que las fuerzas democráticas deberían grabar a fuego en sus análisis y programas. Si para entender el auge de la extrema derecha debemos remitirnos a cómo las políticas neoliberales erosionaron los fundamentos del estado de bienestar, si la grieta por la que se han introducido estos discursos violentos es precisamente esa base democrática desgastada, sellar esa rotura es la manera más eficaz de contrarrestar su auge. La herramienta para frenar el avance de la extrema derecha es la justicia social.
Con esto quiero decir que no basta con aguantar o resistir. No superaremos el desafío antidemocrático a la defensiva ni reivindicando posiciones ganadas. Más bien al contrario, las fuerzas progresistas en España y el mundo entero deben dar forma a una nueva ofensiva democrática y social centrada en tres ejes principales: derechos humanos, redistribución de la renta y la riqueza, y bienestar para las mayorías trabajadoras.
España ha demostrado en estos últimos años que ese es el camino a seguir. El Gobierno de coalición ha apuntalado algunos avances muy importantes: desde las subidas históricas del salario mínimo interprofesional a la Reforma Laboral, pasando por la creación del Ingreso Mínimo Vital y una importante movilización de recursos en educación, sanidad, ciencia y protección social.
Es la senda que intentamos prolongar con una inversión récord en dependencia, que ha aumentado un 150% en los últimos tres años; poniendo en marcha el programa de Tarjetas Monedero, que busca garantizar el acceso de casi 70.000 familias con niños y niñas en situación de vulnerabilidad a una alimentación de calidad; destinando más de 1.300 millones de euros a la transformación del modelo de cuidados de larga duración, para garantizar que las personas mayores y en situación de dependencia cuenten con los apoyos necesarios para permanecer en su domicilio durante el tiempo que deseen; o defendiendo los derechos de las personas consumidoras frente a abusos y fraudes en sectores como el transporte, la alimentación, el comercio electrónico, o la proliferación de pisos turísticos sin licencia.
No enumero estas medidas por autocomplacencia. Lo hago porque ilustran cómo, incluso en un contexto político convulso y difícil, los grandes consensos sociales sirven para fortalecer la democracia y asentar nuevos derechos de ciudadanía. También porque es imposible, al enumerar estos avances, no pensar en todo los que falta por hacer, en una serie de pasos urgentes que no pueden hacerse esperar.
La intervención del mercado de la vivienda es la primera prioridad en esa lista. Sabemos lo que hay que hacer: más vivienda pública en alquiler social, movilizar vivienda vacía, atajar los alquileres turísticos y de temporada, combatir la especulación desbocada que ha convertido nuestro mercado inmobiliario en un casino.
Las prioridades también están claras en lo que refiere a la agenda social. Hay que culminar la reducción de la jornada laboral, ampliar los permisos por nacimiento, retribuir por fin los permisos de cuidados, adoptar una prestación universal por crianza para combatir la pobreza infantil. Todo ello debe ser financiado por una reforma fiscal justa, capaz de redistribuir la riqueza y las oportunidades. Son objetivos razonables, que gozan de un amplísimo respaldo social, y así deben verse reflejados en los Presupuestos Generales del Estado, centro del trabajo político para las semanas por venir.
Si las prioridades están claras, las dificultades que vamos a enfrentar para conseguirlas también lo están. Por encima de las mayorías parlamentarias fragmentadas, o de la imprevisibilidad de esta legislatura, creo que el mayor desafío que enfrentamos para ello es rearticular una fuerza social que no sólo empuje para hacer realidad estas medidas, sino que las convierta en avances irrevocables. Esta tarea es algo que trasciende la esfera mediática e institucional. Requiere desterrar la toxicidad del debate político, recuperar la creatividad y la lucha de ideas, cuidar y alentar la movilización social.
Lo que está en juego en todo ello no es solo el devenir de esta legislatura, la supervivencia del Gobierno, o de su alma progresista. Tampoco la suerte de una u otra organización política. En juego está el papel que España –hasta ahora, pese a todas las dificultades, una gran excepción a la deriva autoritaria– pueda jugar en el desenlace de este ciclo político peligroso a nivel internacional. En juego está que nuestro país pueda sostener su promesa democrática para las próximas generaciones.