El mercado de trabajo en nuestro país tiene una importante asimetría entre empresas y trabajadores que impide hacerlo competitivo y que es fuente de precariedad, elevada temporalidad y bajos salarios, lo que, junto a la baja productividad, genera una considerable inseguridad laboral y un fuerte miedo a perder un bien tan preciado como el empleo, algo que se agudiza en el caso de parados de larga duración. Por ello, en España, el despido de un trabajador ha sido tradicionalmente un tema controvertido y complejo de resolver pues hay que buscar un equilibrio entre el daño que sufre el trabajador y el coste que debe afrontar el empresario.
Los trabajadores que son despedidos no sólo tienen que hacer frente a la pérdida de ingresos, aun cobrando la prestación por desempleo, sino que hay un fuerte impacto psicológico y emocional, es decir, es una fuente de estrés y ansiedad que comienza desde el inicio del contrato de trabajo. Por ello, una reciente directiva europea quiere obligar a que España incremente los costes de despido y las indemnizaciones correspondientes como medida de protección de los trabajadores, disuadiendo así la desvinculación por la vía rápida y fácil, como primera opción, antes de buscar otras alternativas. Sin embargo, Europa no está teniendo en cuenta las características propias de nuestro mercado de trabajo, aparte de las citadas, desde los problemas de acceso al mercado, la elevada tasa de paro, pues no somos Alemania, donde la tasa de desempleo está en el 3,4% y el juvenil en el 6,6%, ni estamos tan industrializados junto a grandes empresas, pues nuestro tejido empresarial está muy fragmentado en pymes, donde los elevados costes laborales cercenan el crecimiento, amén de otras medidas como la subida continua del SMI y la propuesta de reducción de la jornada laboral.
Desde el punto de vista del trabajador, aparte del económico, el daño moral será mayor cuanto menor sea la probabilidad de encontrar un nuevo empleo como es el caso de los 1,4 millones de desempleados de larga duración de los que el 40% tienen una edad +50 años y sufren de edadismo. Aquí añadimos también a los más jóvenes, sin experiencia, que están sobre cualificados y que afrontan grandes barreras a la contratación.
El empresario no quiere despedir al trabajador productivo y si lo hace es por necesidades de su modelo de negocio asumiendo sobre sus hombros un coste de despido que ahora puede aumentar. Es cierto que la globalización y el teletrabajo están fomentando un efecto sustitución del trabajador hacia otros países con menores costes, a lo que se añade la penetración de la IA y la automatización de tareas, al igual que también es cierto que muchos empresarios juegan con el viento a su favor, pues la rigidez de nuestro mercado laboral, cercena la libertad del empleado para cambiar de trabajo y hace que algunas empresas y mandos intermedios usen el miedo a ser despedido como herramienta condicionadora del comportamiento del trabajador, facilitando la precariedad y los bajos salarios. Pero no es menos cierto que hay trabajadores poco productivos y poco comprometidos con la compañía que, tras varios años, saben que el pequeño empresario no puede permitirse pagar la indemnización que corresponde, teniendo en cuenta que, en la mayoría de las ocasiones, los juzgados de lo social suelen fallar la improcedencia a favor del más vulnerable.
Por tanto, parece razonable que la indemnización recibida incluya una parte económica junto a otra que reconoce el daño moral causado, si bien, en esta película, ni unos son tan buenos ni los otros tan malos, de aquí que sea muy complicado objetivar algo que es muy subjetivo y diferente en función de la situación de cada trabajador y de cada empresa, sobre cuyos hombros siempre recae este coste de despido.
Reconocer el daño sobre el trabajador podría ayudar a aliviar el impacto psicológico del despido, pero también hay que reconocer el daño que sufre el empresario y las razones por las que ha hecho el despido. Hay que buscar un equilibrio para proteger al empleado productivo y comprometido, pero también al buen empresario, del que desgraciadamente se aprovechan algunos trabajadores. Todo ello dentro de un mercado de trabajo que va a cambiar estructuralmente por la incorporación de la revolución tecnológica.
Si el mercado laboral estuviese menos regulado y fuese más competitivo, no sería necesario incurrir en costes de despido porque sería el propio empleado el que se fuese de la empresa por su propia voluntad. Por tanto, la reflexión que deberíamos hacer es si este sobrecoste que supone el despido, debería pagarlo la empresa o bien el Estado altamente intervencionista cuya hiperregulación frena el desarrollo económico e impide crear un adecuado caldo de cultivo para el empleo.