De las tres últimas películas presentadas a concurso en Venecia, la más sólida fue «The Order», de Justin Kurzel. En ella Jude Law interpreta a un atormentado agente del FBI que pretende desmantelar el brazo armado de una comunidad neonazi situada en Idaho. La acción transcurre en los años ochenta, en plena era Reagan, pero, es obvio, la intención de Kurzel es proyectar en lo contemporáneo los efectos de la existencia del sector más violento y radical de los supremacistas blancos. Sin ir más lejos, la Biblia de los miembros de ese corpúsculo terrorista de extrema derecha se titula «The Turner Diaries», el mismo libro que utilizaron como guía espiritual los asaltantes al Capitolio en enero del 2021. «Lamentablemente, la relevancia del tema habla por sí misma», admitió Law en rueda de prensa. «Era una película que había que hacer ahora mismo. Siempre es interesante encontrar una pieza del pasado que tenga alguna relación oportuna con el presente».
La fascinación de Kurzel por los personajes violentos podía percibirse en su cruda adaptación de «Macbeth» y, sobre todo, en «Nitram», la crónica de los orígenes de un asesino de masas. Más allá del sentido político del filme, «The Order», parcialmente basada en hechos reales, es un thriller que sigue a rajatabla los patrones del género en los últimos treinta años, y que podría haberse desarrollado perfectamente en el mundo del narcotráfico. No queremos decir que el contexto no pese: pesan las esvásticas, los discursos xenófobos, los panfletos y esa América rural y deprimida donde cada bosque puede ser un pequeño cementerio. Pero también pesan las convenciones y los arquetipos: por un lado, la fuerza de la autoridad devorada por sus claroscuros, abandonada por su familia, al borde del colapso y dispuesta a arrastrar al infierno al que se acerque demasiado a él (aquí un benéfico policía interpretado por Tye Sheridan) y, por otro, el villano de aspecto angélico (un contundente Nicholas Hoult), un seductor Mesías del Mal que parece idealizar la institución familiar como pilar de su destructivo credo. Kurzel trabaja con suma eficacia los momentos de tensión, las persecuciones, los atracos de banco y los tiroteos, y se muestra más titubeante al apuntar una relación especular (ambos son, de hecho, antihéroes) entre los dos protagonistas, pero poco más se le puede reprochar a «The Order» que su reverencia por la tradición del género.
A su modo, la francesa «Leurs enfants après eux», de los hermanos Zoran y Ludovic Bouzherma es, también, un thriller. También está ambientada en el pasado, de 1992 a 1998, atravesada por los grandes éxitos musicales de la época, desde Nirvana hasta Texas, pasando por los Red Hot Chili Peppers. Cualquiera diría que el modelo de los directores es el Scorsese de «Malas calles» o «Uno de los nuestros», en lo que parece la crónica sentimental de una década nada prodigiosa en algún lugar del este de Francia, con sus altos hornos cerrados a cal y canto y sus barrios bajos efervescentes de rabia racial y testosterona. Dos rebeldes desclasados, uno blanco y otro árabe, crecerán en paralelo unidos por el robo de una moto, que les cambiará la vida por completo. El tono se pretende elegíaco, pero no puede resultar más tedioso y desmayado. Imposible sentir ninguna empatía por el protagonista principal, porque Paul Kircher, al que vimos en «Dialogando con la vida», es un pésimo actor. Aparecen todos los tópicos del relato de iniciación salpimentados por los clichés del culebrón con ínfulas –padres alcohólicos, violencia doméstica, amores separados por la diferencia de clase–, y haciendo que sus dos horas y media de metraje sean un auténtico disparate.
«Campo di Batagglia» no es precisamente un thriller. A sus ochenta años, el italiano Gianni Amelio firma un manifiesto antibélico que evita toda acción en las trincheras. La Primera Guerra Mundial queda fuera de campo, y la película se desarrolla en uno de los hospitales en los que ingresaban los heridos, el campo de batalla del título. Los dos protagonistas son dos médicos militares que encarnan dos maneras opuestas de enfrentarse a la guerra: uno, patriota, detecta a los impostores que se fingen enfermos para no volver al frente y el otro, escéptico, les ayuda a enfermar para que se libren de una muerte segura.
No nos queda claro cuál es el propósito de Amelio, más allá de denunciar la inutilidad de las guerras en un momento en que conflictos como el de Ucrania o Gaza parecen ordenar la geopolítica mundial. Cuando, en el filme, aparece una enfermedad democrática, la epidemia de la gripe española, los paralelismos con el Covid son evidentes, aunque tampoco sabemos qué función cumplen en el discurso global de una película que, si por algo destaca, es por su inerte puesta en escena. Parece que «Campo di Battaglia» nació enferma, yace en su propio lecho de muerte.
Más de 300 artistas firmaron una carta contra la presencia en la Mostra de «Why War», película de Amos Gitai, «creada por empresas de producción israelíes cómplices que contribuyen al apartheid, la ocupación y ahora al genocidio a través de su silencio o participación activa en la práctica del ‘‘artwashing’’». Gitai, reputado cineasta israelí, se defendió aduciendo que el filme, una meditación sobre el sentido de las guerras a partir de la correspondencia que mantuvieron Sigmund Freud y Albert Einstein en los años 30, no ha recibido subvenciones del Estado y que él culpa por igual a Israel y a Hamás de no solucionar un conflicto que amenaza con eternizarse.