Escribe: Martina Vinatea*
Son más de 400 las hagiografías que se han sucedido desde que, en 1664, Leonardo Hansen escribiera la primera biografía de Rosa de Santa María, nacida en Lima, en 1586 como Isabel Flores de Oliva, hija del arcabucero español Gaspar Flores y de la criolla María de Oliva. Los títulos de la santa se suceden y entre los primeros están el de patrona de la ciudad de Lima y de los reinos del Perú y el de patrona universal y principal de toda América y dominios de España.
Fue beatificada en 1668 y canonizada en 1671. Isabel Flores de Oliva vive en un tiempo en que el florecimiento religioso y la inclinación a la santidad son llamativos: recibió el sacramento de la confirmación de la mano de Toribio de Mogrovejo, conoció a Martín de Porres, siguió la labor de Francisco Solano y del lego dominico Juan Masías. Todos ellos serán elevados posteriormente a los altares. Isabel Flores de Oliva no profesó en ningún convento, perteneció al grupo de «beatas» que proliferaron en la Lima de inicios del siglo xvii y que siguieron el modelo de santa Catalina de Siena. Las prácticas ascéticas del grupo al que pertenecía Rosa de Lima se consideraban un «modelo legítimo de perfección cristiana» inspirado en las primeras comunidades cristianas o Iglesia primitiva y que toman a la Virgen María, modelo de esposa fiel y leal que se dedica tanto a la oración como a las labores domésticas. Este tipo de espiritualidad se reafirma a finales del medioevo: al lado del surgimiento de las órdenes mendicantes se desarrolla un movimiento laico conocido como los «beguinos y las begardas» cuyo fundamento es la piedad y la pobreza. Las mujeres abandonaban sus casas para unirse a estos grupos de piedad laica y, por ello, estos grupos crearon desconfianza y fueron perseguidos. De acuerdo con Ramón Mujica, el movimiento beguino se transforma en la España de los siglos xvi y xvii en los movimientos beateriles que acompañan a la reforma de la Iglesia católica. La condición de beata se convierte en un estatus femenino: una opción personal que rechazaba tanto el matrimonio como el convento, la autoridad paterna, la conyugal y hasta cierto punto la del confesor, como asegura Fernando Iwasaki. A ese movimiento perteneció santa Rosa de Lima y muchas otras mujeres que, además, escribían voluminosos diarios que daban cuenta de sus «coloquios con el cielo».
Exceptuando a Santa Rosa, el grupo de beatas fue censurado en su época y luego, por quienes desconfiaban de su cercanía con la divinidad, las llamaron «embusteras» y «farsantes», a pesar de que muchas de ellas pertenecían al entorno cercano de Santa Rosa. Entre las obras que las beatas escribieron se conocen el conjunto mínimo de poesías de santa Rosa; los cincuenta y nueve cuadernos de revelaciones visiones divinas de Luisa de Melgarejo, esposa de Juan de Soto, rector de la Universidad de San Marcos. Los cuadernos de la Melgarejo fueron requisados y destruidos por el Tribunal de la Santa Inquisición, en 1624; también sufrió el mismo fin el cuaderno de revelaciones místicas de Inés de Velasco, la voladora (llamada así por su habilidad para levitar). Ahora bien, esta profusión de devoción podría hacernos pensar en por qué no hubo más santas. Sin embargo, lo cierto es que la comunidad criolla necesitaba una santa, no una legión de ellas, para su conquista espiritual. El jesuita Rodrigo de Valdés asegura que la Rosa de Lima protege a su ciudad de discordias civiles, en tanto personaje que representa la unión de los diferentes estamentos; de las pestes que, según las creencias de la época, traían los cometas; de las luces infaustas o fuegos fatuos atribuidos a los espíritus malignos que Rosa impetra. En suma, Rosa de Lima convirtió a su ciudad en un altar, en una mesa consagrada porque allí están sus reliquias que exhalan fragancias que dan salud, provecho al alma y a todos los lugares de Lima; sin embargo, no logra proteger a ese grupo de mujeres que tenían ideales similares a los suyos.
*Directora de estudios indianos de la Universidad del Pacífico.