Se van a cumplir 12 años. Corría octubre cuando una mañana altos cargos y autoridades políticas concurrieron a la inauguración del Parque Eólico de Santa Ana, en los cerros que separan el cantón que le dio nombre y el de Mora.
En total, 17 aerogeneradores, que agregaban una potencia instalada de algo más de 15 megavatios (MW), constituían una inversión emblemática de la Compañía Nacional de Fuerza y Luz, principal empresa distribuidora del Valle Central, a la vista de la mayoría de los habitantes de las provincias de San José, Alajuela y Heredia.
El mensaje de compromiso con la generación de energía limpia quedaba patente, incluso para los visitantes del exterior que llegaban al aeropuerto Juan Santamaría.
El comunicado de prensa destacaba la capacidad de la nueva planta eólica para atender necesidades de energía eléctrica de los hogares. Todo era parabienes en los saludos y felicitaciones: una demostración de la capacidad nacional para avanzar hacia la generación renovable.
Mientras, a la misma hora de ese día, en las oficinas del Instituto Costarricense de Electricidad, se abrían los sobres de las ofertas de empresas privadas que sometían sus proyectos de generación eólica al escrutinio técnico-económico.
La producción del Parque Eólico de Santa Ana se anunciaba a un costo de 22,5 centavos de dólar el kilovatio hora (kWh). La sorpresa fue mayúscula cuando la apertura de las ofertas de inversión privada revelaba varias a un precio de 8,33 centavos de dólar por kWh y aún alguna más por debajo de los 10 centavos de dólar.
El costo del kWh en el parque recién inaugurado era casi tres veces más alto que el precio de las propuestas privadas, precio que incluía de seguro un razonable margen de retorno a la inversión, así como una previsión de riesgo. El hecho no pasó inadvertido para los sectores productivos nacionales.
¿Cómo pudo suceder algo así?, nos preguntábamos los que seguíamos de cerca el desarrollo eléctrico nacional. Aquello —concluíamos— era una demostración casi aberrante del formato establecido —el statu quo— del sistema eléctrico nacional, basado en la confluencia interesada de un mercado eléctrico cerrado a la participación de la inversión privada, por un lado, y de la aplicación consagrada del principio del servicio al costo, por otro; entiéndase, a “cualquier costo, siempre que fuera al costo”, bajo una rectoría ausente y una regulación que miraba para otro lado aceptando complaciente trasladar a las tarifas los crecientes costos; pero eso sí, al “puro costo”.
Más grave aún es que 12 años después todavía se debata acerca de si debemos cambiar o no el modelo de nuestro sistema eléctrico nacional —acertado en su momento; hoy injusto e ineficiente— que carga sobre los consumidores todos los errores e ineficiencias acumuladas en forma de tarifas desequilibradas y calidad deplorable, acrecentando la desigualdad de las zonas menos desarrolladas —como manifiesta el índice de competitividad nacional del Consejo de Promoción de la Competitividad— y poniendo en riesgo el desarrollo nacional, la inversión en nuevas fuentes energéticas y la competitividad del país.
Se trata de un tema complejo que requiere ser abordado de manera abierta, desapasionada y desvinculada de la política electoral, con inteligencia y visión de Estado, haciendo prevalecer las necesidades de los consumidores en el futuro cercano —pues nos “agarró tarde”— y a la vista de la experiencia reciente de otros países.
El autor es miembro del Consejo de Promoción de la Competitividad.