Este martes 27/8 se cumplieron cien años del nacimiento del escritor peruano Eleodoro Vargas Vicuña (Cerro de Pasco, 1924 – Lima, 1997). Vargas Vicuña perteneció a la insustituible Generación del 50, la más dotada de talento de nuestra tradición literaria, vale decir. Cada día estoy convencido de que no puede existir escritor peruano que no haya bebido o no beba de esta fuente, tanto en poesía y en narrativa.
Una mirada inicial a la obra de Vargas Vicuña, la ubicaría como un extraordinario escritor menor. Vargas Vicuña tenía un gran talento, era un voraz lector, pero nunca escribió todo lo que se esperaba de él. Y la razón, me aventuro a especular, es muy sencilla: Vargas Vicuña quiso ser narrador llevando una vida de poeta. Son tantas las anécdotas sobre él, que muchas de ellas terminaron opacando u oscureciendo su gran narrativa lírica. Hace muchos años, Miguel Gutiérrez, que lo conoció y fue, además, muy amigo suyo, me dijo que Vargas Vicuña confiaba mucho en sus recursos, sabedor pues que tarde o temprano entregaría a las imprentas una obra maestra. Pero la vida literaria, el exceso de la noche era más fuerte que su determinación.
En cierta esta ocasión, Miguel salía de un café de la plaza San Martín (quizá el Domino, su lugar favorito). Cuando se disponía a abordar un colectivo, alguien lo llama desde lejos. Era Vargas Vicuña. “¿Qué haces hombre? Me voy a casa. ¿A tu casa? Sí. Olvídate. Vamos a Breña, que me han invitado a un matrimonio. ¿Vamos? Vamos”. Llegaron a la fiesta del matrimonio. Vargas Vicuña fue directo donde los novios y le quitó el micrófono al maestro de ceremonias. El escritor habló largo y tendido de la importancia de la familia y del amor. Su discursó generó más de una lágrima, en especial en las viejitas que se preguntan si ese hombre era familiar del novio o la novia. Ni bien terminó, Vargas Vicuña besó en los labios a la novia e hizo lo mismo con el novio. Era su bendición y todos los asistentes aplaudieron. Vargas Vicuña y Miguel la pasaron bien en esa fiesta: bailaron, rieron y comieron rico. Horas después, Miguel le pregunta si era familiar de la novia. “No, no soy nada de la novia. ¿Del novio? Tampoco, nunca he visto a ese tipo. ¿Entonces? No te quejes, has bailado y has comido todo lo que has querido”.
Hay un libro de Vargas Vicuña, un cuentario para ser más preciso, que debería ser de lectura obligatoria en los colegios y tener más ediciones (aquí hay una joya para la editoriales grandes y pequeñas): Ñahuin (1953/1976). Este título lo he leído en más de una ocasión, seguramente llevado por la extraña sensación que depara la poesía impregnada en sus frases. Los cuentos de Vargas Vicuña reflejan una visión íntima y universal del sujeto andino. Su lenguaje es seco y al mismo tiempo generoso en lirismo, y la técnica usada se nutre del dato escondido. Entre los cuentos que se quedan con uno: “El tiempo de los milagros”, “La Mañuca Suárez”, “Chajra” y “Esa vez del huayco”.
Vargas Vicuña ya cumplió literariamente. Su reconocimiento entre lectores y estudiosos es total. No creo que haya alguien que pueda calificarlo de mal autor y si en esta nota se le ha llamado gran autor menor, se señaló en función a la brevedad de su producción (criterio simple, pero que nos ayuda a no caer en demagogias valorativas, que abundan por estos lares, lamentablemente), no a su calidad.
Sin embargo, a su obra le falta un empujoncito editorial para que llegue a nuevos lectores. El tono poético de su prosa podría calzar muy bien con las nuevas sensibilidades de estos tiempos. Es el mejor estilista, luego del Martín Adán de La casa de cartón, de nuestra historia narrativa. No es para nada poco.